El sueldo mínimo (por Juan Mendoza)
Desde 1916 el Estado peruano ha intentado incrementar las remuneraciones de los trabajadores menos favorecidos a través del salario mínimo. El resultado ha sido un meridiano fracaso. Las únicas consecuencias palpables han sido incrementar la informalidad laboral, que hoy llega al 69% en promedio y al 89% en las pequeñas empresas, y reducir el empleo juvenil y de aquellos trabajadores con menores años de educación y entrenamiento. En efecto, el salario mínimo es, en el segmento de bajos ingresos, barrera fundamental a la formalización laboral y a la estabilidad de los empleos. Así, las victimas principales del salario mínimo son precisamente aquellos trabajadores que la legislación busca proteger.
Y estos resultados no deberían extrañarnos pues el salario mínimo es el perfecto ejemplo de una idea popular pero, al mismo tiempo, carente de solidez intelectual y respaldo empírico. No hay aritmética posible que permita que el salario sea mayor que la contribución de los trabajadores a las ventas, es decir, su productividad. Cualquier intento de forzar a las empresas a pagar más allá de la productividad laboral origina informalidad, desempleo o quiebra del negocio.
Analicemos dos posibles argumentos en favor del salario mínimo. El primero es que el mismo puede servir como una guía al sector privado en un entorno de alta inflación y distorsión de precios relativos. El segundo es que el salario mínimo es un mal menor para evitar que una empresa con poder monopólico en el mercado laboral, digamos la United Fruit en América Central décadas atrás, remunere a los trabajadores por debajo de su productividad aprovechando la ausencia de alternativas laborales. En una economía como la nuestra con inflación cercana a cero y con elevadísima movilidad laboral ninguno de estos argumentos tiene mérito alguno.
El salario mínimo existe debido al accionar de personas bien intencionadas, pero sin conocimiento de la ciencia económica, y de sindicalistas cuyo propósito es favorecer a los miembros del sindicato que mantienen sus empleos en perjuicio de los trabajadores no sindicalizados de escasos medios económicos. El camino al infierno está lleno de buenas intenciones. No vivamos de espaldas a la realidad. Abandonemos de una buena vez, la idea del salario mínimo, ineficiente resabio de la planificación central.
Resulta paradójico que nuestra legislación sea la principal barrera al funcionamiento eficiente del mercado laboral. ¿Qué efecto podemos esperar sobre nuestra competitividad si los sobrecostos laborales del Perú, cercanos al 60%, son los mayores de la Alianza del Pacífico? ¿Qué incentivo pueden tener los negocios en formalizarse cuando los abrumamos con una miríada de procedimientos y reglamentos dignos de los círculos infinitos de la Biblioteca de Babel? Por ello, solo 2 de cada 10 trabajadores está hoy en planilla. La política laboral más eficiente buscaría flexibilizar la legislación existente, mejorar la calidad de la educación pública, y dejar operar a los mercados. La planificación central nos llevó al colapso de 1990. La relativa libertad económica desde entonces ha permitido triplicar el producto nacional. No perdamos el tiempo más.
Publicado en Gestión el 3 de marzo de 2014 con el título de “El salario mínimo: zombi de la planificación central”.