La invitación
El bebé de Rosemary (1968) es una de las películas más emblemáticas sobre sectas de todos los tiempos. Su impronta ha calado tan fuerte que en las últimas tres décadas muchos filmes han intentado copiar el desarrollo y ritmo que implantó Roman Polanski a este clásico del terror. Otros ejemplos de buen nivel son The Wicker Man (1973), Eyes Wide Shut (1999) y Red State (2011). En estas realizaciones se plantean tramas atractivas situando la acción en parajes aparentemente sosegados como una isla alejada o en medio de orgías de la alta sociedad donde el glamour va de la mano con una alta estética visual o retratando a un grupo de fundamentalistas homófobos que en nombre de la cruz desaparecen todo lo que se les atraviesa, respectivamente.
Esa misma línea novedosa de planteamiento de escenarios aparece en La invitación (2015), película de la estadounidense Karyn Kusama. Un grupo de amigos treintañeros es convocado a una cena lujosa tras dos años de alejamiento a causa de la terrible muerte del hijo de dos de ellos (ahora separados y con nuevas parejas) cuando departían una tarde de camaradería.
La reunión se torna rara porque lo que parecía ser una velada amena se revela como una noche aleccionadora de fanatismo sectario. Las acciones se dan en una región pudiente de California que muestra el estilo de vida millennial y que pone en tela de juicio las relaciones interpersonales alimentadas por las falsas apariencias.
Muy acorde con la configuración de las sociedades actuales, Kusama se esfuerza por armar un engranaje multirracial y de orígenes variados -aunque siempre con una vena chic que lo une- a fin de incrustarlo en un thriller psicológico que intenta mantenerse equilibrado durante poco menos de hora y media.
La invitación contagia ansiedad desde los primeros minutos. Siempre se siente que algo no anda bien y que en cualquier momento todo puede salirse de control. Es el ritmo que le imprime la directora a su película con eficiencia. Sin embargo, las expectativas generadas llegan a caer en un espiral de monotonía que alcanza la previsibilidad a los 15 minutos del inicio.
A Kusama su película se le va de las manos porque los giros dramáticos no llegan a consolidarse desde los flashbacks o los parlamentos flojos que propone. Insisto, hay un ritmo interesante que alcanza su clímax en los últimos minutos pero que tampoco justifica la desorientación en la que se va enredando.
A primera vista, La invitación es una propuesta escénica novedosa que llama la atención pero que no guarda originalidad en su trama. De los actores mucho no se puede decir: cumplen pero tampoco destacan. Están como la película: se esfuerzan pero sus limitaciones los dejan huérfanos.
Con esta entrega irregular -más allá de haber sido elegida como la mejor película del último Festival de Sitges (con ello podemos pensar que no hubo grandes propuestas en el certamen catalán)- Kusama no termina de levantar cabeza tras los fracasos de AEon Flux (2005) y Jennifer´s Body (2009).
Nada que ver con su primer trabajo, Girlfight (2000), drama boxístico que fue premiado en el Festival de Sundance y que podría estar en cualquier buena lista de películas sobre pugilismo. A pesar de todo La invitación da para pasar un buen rato pero no integrará la casta de filmes dedicada a las sectas o fanatismo religioso.