Born to be Blue
Chet Baker perteneció a la estirpe de los músicos cobijados por el talento maldito. Aquel que teniendo toda la capacidad para ser el mejor trompetista de jazz de su generación, vivió de manera autodestructiva a fin de sentirse libre de ataduras sociales, económicas, familiares y, cómo no, amorosas.
Para entender la vida de Baker no basta con saber que fue criado en una ciudad prejuiciosa donde la segregación racial latía con hipocresía, que tras dos fracasos matrimoniales emprendió una intensa relación que casi lo saca de la adicción a la heroína, que siempre se comparó con Miles Davis en una especie de duelo que iba más allá de lo musical, que su padre lo menospreciaba por el apego a las drogas dejando de lado sus dotes musicales, que padeció la vigilancia de la policía por la libertad condicional que le impusieron, que siempre tuvo como modelo venerable a otro genio: Charlie Parker, que en su peor etapa trabajó en la gasolinera de un pueblo miserable y que tocó en una pizzería con una banda amateur de jazz; es decir, Baker escapa a los lugares comunes de su biografía. Y así lo entiende el director canadiense Robert Budreau.
Born to be Blue narra la vida de Baker desde el momento en que es sacado de una prisión italiana por un cineasta de Hollywood a fin de hacer una película sobre su vida, hasta su vuelta a los grandes escenarios después de pasar por una etapa de incapacidad física producto de una golpiza que le propinaron unos vendedores de droga que le dejaron la mandíbula rota y sin dientes.
Budreau recrea un breve arco temporal para ofrecernos un personaje inseguro y, hasta cierto punto, decadente, que toca fondo en su dependencia de las drogas. Pero también acentúa el desarrollo de su personalidad con una capacidad de recuperación asombrosa, todo a causa de su pasión por la música. Que un trompetista tenga que usar una prótesis dental es como si un beisbolista utilice un brazo de corcho para batear. Budreau entiende esa frustración y la traslada a la pantalla.
En el breve tiempo tomado por Budreau, el realizador pasea el malditismo de Baker por una serie de situaciones adversas y sublimes desde una perspectiva intimista. Esta captación de la esencia personal del músico es lo más valioso de la película. No es sensiblera ni impostada. Es natural. El alma de Baker fluye como un río caudaloso que desemboca en un apacible lago. No se trata de un filme que narre el ascenso y caída de un héroe (Baker, nunca sería uno. La etiqueta de antihéroe le queda mejor, aunque pequeña).Pero nada de esto sería posible sin la gran interpretación de Ethan Hawke.
El actor tejano no vacila al involucrarse en el personaje del trompetista. La voz ronca y apagada, seductora y burlesca del músico es perfilada por Hawke con gran solvencia. No sé si una vez más la Academia lo dejará sin estatuilla dorada (ha sido nominado cuatro veces en dos categorías), pero hace rato que el actor merece un reconocimiento mayor. No obstante, su trabajo se complementa con el de Carmen Ejogo que interpreta a Jane Azuka, la mujer que intenta apartarlo de la heroína. El binomio encaja y lleva la historia por caminos de soledad que son transitados por un amor compasivo, enredado, doloroso y con dosis de humor negro. Un amor de almas perdedoras, insatisfechas; más allá de que Baker sea una tentación para transgredir los límites de las buenas costumbres.
Born to be Blue también es una estampa a bordo de una VW Kombi aparcada al borde de un acantilado. Es la quietud de la furia posada en una trompeta en medio de besos blancos, negros y el tarareo de una canción mientras se fuma un porro con una pregunta que danza en los oídos: ¿podemos estar melancólicos esta noche?
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