Hasta el último hombre
Mel Gibson tiene una gran habilidad para narrar historias de redención e imprimirles, en partes iguales, dosis de dramatismo efectista y violencia perentoria. Para él todo objetivo debe alcanzarse solo si se superan los obstáculos más difíciles. Sin esa cuota de sacrificio no hay regocijo, ni paz interior, ni satisfacción espiritual. Sin embargo, el pago que exige el director alcanza niveles templarios.
Hasta el último hombre no difiere en peso emocional/racional -entiéndase como la falta de la supremacía individual y el triunfo de las acciones colectivas comandadas por un líder, oculto o notorio- de Corazón valiente (1995) o La pasión de Cristo (2004): dar todo de uno para salvar a muchos es la premisa. Y no importa si el escenario lo copa un personaje mesiánico e incomprendido por el entorno (Cristo) o un independentista ultranacionalista (William Wallace).
Hasta el último hombre cuenta la historia del soldado Desmond Doss quien durante la batalla de Okinawa salvó a 75 compañeros sin disparar una sola bala. La interpretación que hacía de su religión -era adventista del séptimo día- y algunos conflictos interiores le impedían empuñar un fusil, mucho menos disparar en contra de un semejante, así su vida corriera riesgo. Él solo quería ser parte de la brigada médica. Su labor en el frente de batalla fue reconocida por el presidente Truman con los más altos honores militares.
Gibson vuelve a elegir a un héroe nacional para entregarnos una supuesta parábola de redención. No es casualidad que estas historias le fascinen a un hombre que cada cierto tiempo comete despropósitos públicos en perjuicio de algunos sectores como los colectivos gays o la comunidad judía, o que ha atravesado problemas de adicción. Esa pelea interna siempre lo ha llevado a reponerse de la furibunda repuesta de la opinión pública. Más allá de los excesos, Gibson firma títulos que activan el mecanismo conmovedor de las masas con resultados exitosos.
Hasta el último hombre se sale del correcto envoltorio que lo acuna hasta la contextualización de la trama y la edificación del personaje central (interpretado por Andrew Garfield) y se descompensa cuando alarga en extremo las escenas de guerra dando paso a un carnaval de balas, bombas, mutilados y alaridos. Es cierto que las crónicas históricas señalan que la batalla de Okinawa fue una de las más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial. Por ello si Gibson quiso reflejar algo tan cercano a la realidad pudo evitar que el soldado Doss aparezca como un superhéroe de cómic -capaz de sobrevivir sin entrenamiento adecuado e iluminado solo por su voluntad, en medio del fuego cruzado-. Este filme nos hace pensar que la Historia es una factoría de mártires y que mediante una pieza fílmica “revisitoria”, como la de Gibson, le da la razón.
Lo que no se puede negar es la gran intensidad que otorgan la música y los desplazamientos de cámaras a las escenas de acción. Gibson es un maestro de la creación de atmósferas. Ni qué decir del ritmo. Hasta el último hombre es tan sólida a escala de narración audiovisual que, lamentablemente, solo se resiente por la inverosimilitud de la trama que poco a poco diluye la película. Alegorías y simbolismos sobran en el trabajo de Gibson, sobre todo de orden religioso.
A pesar del desmesurado festín gore en clave bélica y el extremismo católico disfrazado de redención, Hasta el último hombre saluda la vuelta de un cineasta que es fiel a sus principios y que es honesto en su propuesta.