Una estrella negra brilla en la pantalla
David Bowie también incursionó en el cine con éxito. A continuación, y a un año de su muerte, presento un repaso por tres filmes imprescindibles que llevan su sello –en dos de ellos como protagonista de roles muy distintos entre sí y en el tercero ejerciendo una poderosa influencia sobre el contexto-. Más allá de estos filmes, su eclecticismo actoral es semejante a la postura que asumió cuando emprendía un nuevo proyecto musical: irrepetible, influyente.
La navidad del mayor
Nagisa Oshima siempre fue un provocador. El imperio de los sentidos (1976) le dio fama internacional por filmar escenas de sexo explícito en un país donde las nuevas generaciones todavía escuchaban los últimos ecos de la reconstrucción nacional. Los proyectos del director abarcaban la exposición de personajes marginales excluidos deliberadamente del sistema. Es decir, seres errantes que vivían de soslayo al crecimiento económico de manera invisible. Sus primeras películas reforzarían este planteamiento. Ladronzuelos, prostitutas, tullidos, estafadores, mendigos y todo un conjunto de entes descarriados sobreviven con cinismo en las calles menos turísticas de Tokio. Esta característica inclusiva valió para que en los siguientes años fuera visto como el principal exponente asiático de una tendencia cinematográfica donde el compromiso político-social empezaba a dejar huella.
No obstante, su concepción del mundo lo llevó a explorar otros ámbitos orientados a escenarios difíciles de conciliar, tales como la homosexualidad y las arenas castrenses. Eso fue lo que pasó en Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983). Para que esta propuesta tenga un registro realista, verosímil y potente se rodeó de profesionales que transmitieron algo más que una actuación. David Bowie fue uno de ellos. Completan el reparto Ryuichi Sakamoto, Takeshi Kitano y Tom Conti. Oshima enfrenta las visiones de la cultura occidental con la oriental para explicar el sentido de la lealtad, la valía del honor. Contra la corriente, el realizador japonés introduce la homosexualidad en un sentido represivo sin violentar los pasajes argumentales, como si la culpa hiriera pero no matara.
Quizá esta sea la participación más importante de Bowie en el cine. El mérito se sustenta en distintas razones: temática, consolidación interpretativa y jerarquía del grupo humano del que formó parte. El director japonés sacó provecho de Bowie en un rol que pocos hubieran podido imaginar: oficial de la armada británica. Pero tampoco puede pensarse que antes no hubo actuaciones destacadas. En El hombre que vino de las estrellas (1976) encarnó a un extraterrestre que busca agua en la tierra para abastecer su planeta. Su misión fracasa y termina atrapado -deprimido y alcohólico- en un mundo ajeno. El tormento que vive su personaje es inquietante. La fisionomía y los modales que ostentaba por aquellos años terminaron por cuajar en una especie de Ziggy Stardust melancólico. Este fue el primer estelar relevante de Bowie.
En Feliz Navidad, Mr. Lawrence, Bowie encarna al mayor Jack Celliers quien con su llegada altera la rutina del campo japonés de prisioneros al que es trasladado. El capitán Yonoi (Sakamoto), a cargo de la unidad de reclusión, no oculta su preferencia por el recién llegado, generando incomodidad entre sus subordinados y sorpresa en el resto de prisioneros. Sin embargo, el verdadero motivo de la fijación por el inglés es una reprimida homosexualidad que en la cultura nipona representa una especie de abominación ligada a la degradación social de los nuevos tiempos. Bowie muta hacia un personaje rebelde con sentido del honor a carta cabal. Un aventurero de uniforme que anticipa el sentir colectivo sin que el sacrificio individual le pese. Un desinhibido que pone en aprietos a la autoridad para demostrar que nada es tan rígido como parece. Oshima da en el clavo y trabaja con el cantante una naturalidad exquisita.
El rey en su laberinto
Cuando a los 55 años el autor francés Charles Perrault publicó Cuentos de mamá ganso no imaginó que su legado perduraría hasta la actualidad. Era fines del siglo XVII y dicha compilación abarcaba relatos infantiles tradicionales que a través de la oralidad habían perdurado en el imaginario colectivo. Perrault le dio a las historias un sentido literario que funcionó automáticamente. Ese es el origen de clásicos como Pulgarcito, Cenicienta, La Bella Durmiente, El gato con botas y Caperucita Roja. Con el paso de los siglos Disney adaptó para el cine estos cuentos transformando algunos pasajes o desenlaces a fin de marcar distancia de la supuesta crueldad y dureza que contenían los originales de Perrault. ¿Qué tiene que ver Bowie en todo esto? El cantante incursionó en las películas para niños con un muy buen filme que tiene aproximaciones a la literatura clásica.
Estrenada en 1986, Laberinto tiene, indudablemente, cuentas por saldar con textos mayores como El Mago de Oz y Alicia en el país de las maravillas, aunque su gran deuda está atada a la esencia de la literatura de Perrault. El argumento de Laberinto tiene origen pagano y maldito: Sarah (Jennifer Connelly) es una adolescente que no aguanta cuidar a su medio hermano. El incesante llanto del bebé la impulsa a invocar a Jareth, Rey de los Goblins –el personaje central de su libro de cabecera llamado Laberinto- para que se lleve a su hermano lo más lejos posible. Su deseo es escuchado y un grupo de pequeños monstruos materializan sus ruegos. Al darse cuenta de la gravedad de la situación Sarah se arrepiente. Jareth, por medio de sus emisarios, le aclara que si desea volver a ver al menor deberá atravesar el laberinto que conduce a su castillo en 13 horas, de no cumplir con el reto el bebé se convertirá en duende.
El hecho de que un niño pueda transformarse en un ser horrible y quede en esa condición para siempre dejaría, sin duda, a sus padres sumidos en la más absoluta desgracia y no encaja en el tipo de cuento que gustaría escuchar un niño de cinco años por las noches. Además, la obsesión de Jareth por Sarah es hasta cierta medida controvertida: él es un adulto maduro y ella ni se acerca a la mayoría de edad. Bowie lleva su personaje hacia lo prohibido con coquetería, sensualidad y disimulo. El de Connelly, en cambio, no cae en ese juego, y apunta en la dirección de la chica tenaz que asume su error. Nada de Lolita de Nabokov, menos la de Kubrick. El aura de Perrault está presente, quizá con menor crueldad. Bowie es convincente, seduce y reafirma que la actuación es un campo que puede conquistar.
A la vez luce su lado más lúdico en el disfraz de Jareth. Es un líder tribal que domina la situación jugando a los acertijos al dejar anzuelos que pretenden despistar a Sarah, cuando en realidad su único fin es convencerla de que no podrá recuperar al bebé pero que sí puede llegar a ser la reina de los Goblins si se queda a su lado. ¿Acaso Bowie no hizo lo mismo con sus fans y la prensa? El doble discurso sobre su sexualidad y la relación que mantuvo con las drogas por años, siempre fueron la comidilla de los tabloides. Bowie respondía con múltiples frases cuando le preguntaban si le gustaban los hombres o las mujeres: “soy un heterosexual de armario”, dijo. Nunca fue preciso. Tampoco sentó una posición. No era necesario. No estaba obligado. Pero siempre generaba expectativa, captaba la atención y cautivaba a su público. Bowie es Jareth en una dimensión más amplia, sin finales que lo dejen mal parado. Buena película dirigida por Jim Henson, creador de The Muppets, y que tuvo en la producción ejecutiva a George Lucas.
Duque omnipresente
A fines de los setenta un libro sacudió a la sociedad alemana. Christiane F: los niños de la estación del zoo relataba, a partir de las experiencias de una adolescente, cómo el consumo de drogas y la práctica de la prostitución eran ejercidos por hombres y mujeres de 11 a 13 años de edad en una de las estaciones de trenes más populares de Berlín. El libro fue llevado al cine por Ulrich Edel en 1981 y con el paso de los años se ha convertido en un filme de culto. Bowie aparece en la película e influye en la banda sonora de la misma. Pero su intervención no solo se da a esos niveles. Un espíritu preeminente sobrevuela la película hasta un punto de confluencia donde la obra del cantante inglés se ajusta al ambiente de la ciudad. Una simbiosis que complace. Bautizada como Christiane F, a secas, puede verse como la película que lleva la patente Bowie.
Mientras el británico vivió en Berlín modificó radicalmente el proceso creativo de su obra musical. Si en sus dos primeros álbumes el cálculo de la música estaba regido por el formalismo de las partituras, luego el método de creación se apoyó en ensoñaciones, trayectos de giras o imágenes espontáneas -Hunky Dory es un buen ejemplo-. Sin embargo, la etapa berlinesa fue mucho más etérea al momento de componer: asistía al estudio de grabación con una idea que podía cambiar por completo o mostraba a los músicos canciones que ni siquiera estaban terminadas. Se trataba de estar en sintonía con el entorno. Todo era más instintivo, un punto expresionista del arte de oír. Un reflejo de su exploración diaria por la capital alemana. Una ciudad con gente que lo conocía pero que no lo agobiaba.
Warszawa y Sense of Doubt -de los álbumes Low y Heroes, respectivamente-, podrían considerarse como los ejes sonoros de Christine F. Funcionan como puntos de arrastre hacia la soledad y la desesperanza. Es curioso que estos sean los rasgos que caracterizan a los jóvenes protagonistas sobre todo cuando Berlín vivía una efervescencia social de ruptura con el resto de Europa y los Estados Unidos. La gente de esta ciudad buscó y creó su propia tendencia. Entre lo novedoso y rompedor, la soledad y la desesperanza encajaban. Bowie no vivía entre festines de drogas como en años anteriores, aunque sí las utilizaba con menor regularidad. Pero la imagen que flotaba de él en Berlín seguía teniendo el perfil del exceso y la ambigüedad al límite.
En las dos horas y poco más que dura la película, Bowie solo aparece en una escena dando un concierto en el bar donde todos los adictos se reúnen para inyectarse o esnifar o tener sexo al paso. Dicha escena se grabó en Estados Unidos con la protagonista en primera fila y algunos extras. No obstante, es tanta la conexión emocional del cantante con la comunidad que lo sigue en la ficción que el detalle de la presencia in situ pasa a un segundo plano. Lo importante es la visión que tienen los jóvenes sobre él. En la película se le aprecia como un ejemplo maldito a seguir, como el prototipo que no envejece y alarga su mano a las nuevas generaciones. Es la aceptación de la dualidad sin cuestionamientos, un manto que los alberga, que todo el tiempo está y deja su impronta. Christiane F es Bowie en esencia pura durante su etapa más innovadora, aquella que se aleja del molde superstar que tanto encantaba a la prensa.
Bonus: David Bowie también ha llegado a ser un ídolo gótico tras la revalorización de The Hunger (Tony Scott, 1983). En esta película de vampiros forma parte de un elenco donde destacan Catherine Deneuve y Susan Sarandon. IMPERDIBLE.
* Este texto es una versión corregida de un artículo publicado en Godard! Revista de Cine, edición 37.