Logan
James Howlett es chofer. Conduce una limosina que traslada tanto a quinceañeras como a ejecutivos de finanzas, según pague la ocasión. Realiza su trabajo sin el menor entusiasmo. Se pone tras el volante para ganar dinero que le permita comprar un yate y fármacos sin receta médica. Howlett se siente muy cansado y constantemente bebe whisky: mientras conduce, al despertar, cuando ve un bar cerca. Es un alcohólico que padece de dolores físicos, no más fuertes que los recuerdos tristes que han amargado su espíritu. Howlett no tiene esperanza ante la naturaleza del hombre. Cree que el mundo cada día será peor y que nadie podrá impedir que siga corrompiéndose. Ese no su problema. Ha matado de manera salvaje y no repara en seguir haciéndolo siempre que haya un pretexto justo, a su parecer. Es un tormento que fluye por una sociedad violenta, por un entorno al que le hace frente con la Ley de Talión. Sin embargo, Howlett no encarna la maldad.
Howlett es Logan, y Logan es Wolverine. El mutante más famoso del mundo Marvel ha ingresado a la etapa crepuscular de su vida mermado físicamente, aunque su conducta inestable, indómita e irritable, nunca dejarán de ser el sello que lo defina. Su lugar de acción ahora está en la frontera entre Estados Unidos y México. El único muro que lo separa de los tiempos modernos es la decadencia existencial que arrastra, aquella que se caracteriza por el desencanto. Así es como está construido este personaje en Logan, la película de James Mangold que cierra la trilogía del mutante huraño.
Podría decirse que Logan es la mejor película basada en la factoría de Stan Lee y Martin Goodman, y hasta cierto punto lo es. Tiene un personaje diseccionado cuidadosamente a partir de la lectura de varias capas: social, psicológica, política y afectiva. Comprende una trama con pocos chispazos efectistas (no hay un abuso de pirotecnia informática salvo en algunas escenas de lucha donde sí está justificado. Además, si bien se puede distinguir golpes de efecto a nivel sentimental, estos resienten muy poco el desarrollo de la historia, sobre todo en las últimas escenas).
Pero la fortaleza principal de Logan está en la madurez y credibilidad que otorga Mangold al momento de abordar la entrada a la senectud y el ocaso personal que experimenta el antihéroe. La última etapa de Howlett, Logan o Wolverine (como quiera llamarse al mutante de las cuchillas óseas) refleja la debacle de un tiempo dominado por fuerzas paramilitares despiadadas, servicios de inteligencia ineficientes y experimentos biológicos de destrucción masiva (¿parte del futuro real? Quizá del presente). Por otra parte, Logan, más allá del pesimismo que carga, se reserva un rincón para seguir creyendo en la tolerancia. Ese giro que guarda cercanía motivacional con el personaje central se ve mínimamente golpeado por una que otra intervención de mutantes más jóvenes que no encajan en la trama.
Logan también abraza mucha nostalgia. Cuesta ver cómo es que Wolverine padece en cada combate cuerpo a cuerpo. Se añora su imbatibilidad y rápida capacidad de regeneración. Los años pesan. La vejez aprieta. Wolverine es un cowboy moderno que quiere emprender la última empresa antes del retiro. Logan es el western de Marvel donde Hugh Jackman se luce interpretativamente junto a Patrick Stewart (profesor Charles Xavier) y Dafne Keen (X-23 Laura). Mangold, que sabe de westerns (dirigió 3:10 to Yuma, en 2007), también reserva una pieza musical cantada por Jhonny Cash para apuntalar su trabajo. De esta manera el realizador nos dice que el lamento del oeste puede herir y ser melancólico, así su portador sea un mutante.