Hambre de poder
Las empresas multinacionales, sobre todo aquellas que se dedican al negocio de los fast food, se caracterizan por desarrollar sistemas de automatización y líneas de control de calidad que funcionan como máquinas de relojería. Casi siempre, los empleados asoman como robots que desempeñan el rol que les extienden sus jefes; estos últimos regidos por la exigencia del mercado más competitivo y salvaje. Quizá uno de los casos más paradigmáticos de este modelo empresarial sea el que lleva adelante Mc Donald´s, la cadena global de venta de hamburguesas.
Sin embargo, formar un imperio requiere de una mente visionaria, perseverante y, en ocasiones, depredadora. Hambre de poder/The Founder (2016) narra la historia de Ray Kroc (Michael Keaton) el hombre que visualizó el potencial “franquiciable” de Mc Donald´s y que en el camino hacia el éxito puso contra la pared a los creadores de la empresa de los arcos dorados. La película de John Lee Hancock demuestra que los biopics pueden ser cronológicos y lineales sin que la narración llegue a sentirse como un ejercicio plano, próximo a la biografía sin emociones.
Hancock se centra en el sueño americano de un perdedor que tras vender productos de dudosa rentabilidad (máquinas para batidos, vasos de cartón, etc.) pone el ojo en el restaurante de dos hermanos (Dick y Mac McDonald) que inventaron un sistema de producción peculiar e innovador. Bajo este planteamiento, el director va enhebrando dos historias que afectan y modifican la personalidad de Kroc: primero, la relación de necesidad y despojamiento que sufre con los hermanos Mc Donald; segundo, la transformación socio psicológica y conyugal del protagonista.
Es la adecuada dosificación de las experiencias que Kroc establece con sus entornos lo que marca el pulso de la película. Todo encaja con delicadeza y elegancia. Nada fluye con apuro. Una situación lleva a la otra. Una especie de causa efecto evidente que se ajusta demasiado a la historia original. Podríamos objetar que ello debilita el filme, pero no es así. Por el contrario, le da credibilidad en un contexto de profundos cambios sociales (toda la década del cincuenta del siglo pasado) donde la ruptura generacional empezaba a acentuarse, y hasta el comportamiento al interactuar en un establecimiento de comida se convertía en una experiencia de confrontación.
Hancock efectúa una sutil radiografía de los consumidores y del pensamiento de los mandos medios de los negocios durante aquella época. El puño americano del progreso golpea fuerte sin importar la desnaturalización del hombre: arrebatos de mecanización invaden el modo de percibir la vida y siempre habrá cínicos que aprovechen el río revuelto. Los perfiles de las clases sociales que empujan a la sociedad estadounidense hacia el ansiado confort son otras de las líneas que la película explora con acierto.
Hambre de poder también es una película que da oportunidad a Michael Keaton para que luzca como un ambicioso sin barreras. ¡Qué bien cumple con su papel! Después de dos apreciables interpretaciones en los tres últimos años (Birdman [2014] y Spotlight [2015]), Keaton sigue por la estela de la versatilidad sin reservarse nada. Más allá de que los premios y los reconocimientos públicos le sean esquivos, sus habilidades como actor principal no decaen, se potencian y abren nuevas facetas.
Hambre de poder capta la atención por su temática y por la manera en que su director extiende una mirada que contextualiza adecuadamente los cambios de un tiempo que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y los inicios de las grandes corporaciones. En el fondo, una fábula de ascenso y dominio que no tiene límites ni precio.