Ready Player One: comienza el juego
No existe ningún realizador vivo que interprete mejor la cultura pop que Steven Spielberg. Los mundos que representa se convierten en cúmulos de referencias que asocian tanto al cine con la música, como a los cambios sociales con los avances tecnológicos. Spielberg puede entender el avance de la humanidad desde una óptica melancólica donde el pasado es una ventana que rescata lo mejor de cada uno, pero que también abre una oportunidad para intentar repetirlo en el futuro, sin que ello borre las posibilidades de reinventarse sea cual fuere el espacio temporal. Es decir, Spielberg se anticipa sacudiendo los recuerdos para trasladarlos hacia un tiempo que no tiene rumbo o, en un escenario optimista, que es desconocido y hasta bastante incierto. Y donde siempre y por siempre, habrá que correr un riesgo a costa de una esperanza por ser felices.
Ready Player One: comienza el juego (2018) tiene dos espacios convergentes: el de un mundo distópico en que la Tierra no es el mejor lugar para vivir (año 2045), porque su presente resulta de la sistemática decadencia humana -a la vez derivada de una estructura socioeconómica opresora- y el de la realidad virtual -representado por Oasis, un mundo plagado de sub escenarios interminables e interconectados- donde sus habitantes son avatares que maquillan personalidades alejadas de complejos recurrentes y fabrican patrimonios que confrontan sus miserias monetarias. El director se pone en los zapatos de las nuevas generaciones y explora sus divertimentos para adherirlos a la nostalgia de las “tiempos mejores” como un bucle cíclico y retroalimentado. Es decir, Ready Player One es, a los ojos de su creador, un artefacto común y cotidiano que está zamarreado por la espectacularidad de los efectos especiales, pero que discurre revitalizado de profundidad, sentimiento y reflexión, mucho más de lo que parece a simple vista.
Ready Player One tiene como protagonista a Wade Watts (Tye Sheridan), que en el Oasis se hace llamar Parzival, un muchacho criado en un hogar disfuncional que cuando ingresa al mundo virtual se convierte en una suerte de héroe idealista. Su objetivo, ante la amenaza de fuerzas siniestras que quieren controlar y destruir Oasis, consiste en encontrar tres llaves que lo harán dueño de ese mundo simulado. El riesgo de que las llaves caigan en las manos equivocadas desencadenaría el fin de Oasis y, en consecuencia, de la mayor distracción y sentido de vida de todos los habitantes de la Tierra. Entendamos que Oasis es el tubo de escape y medio de evasión asiduo de millones de seres descontentos con el mundo real. Si Oasis desaparece, los anhelos también se esfumarán por más que nada de eso sea palpable. Entonces, lo peligroso del tema pasa por la dependencia consciente de lo inmaterial y ficticio que solo satisface momentáneamente.
Para que Parzival alcance el Santo Grial virtual deberá tener el apoyo de aliados que lo acompañen en su épica empresa. Antes de poner en marcha su plan conoce a Evelyn/Artemis (Olivia Cooke) y en compañía de ella y un fiel equipo de guerreros enfrentarán al ambicioso ejecutivo de una corporación (Ben Mendelsohn). A todos los personajes los aqueja la soledad, un “mal” que Spielberg desarrolla de manera implícita para decirnos que las sociedades modernas pueden ser afectadas no solo por el ensimismamiento que produce una vertiente de la tecnología. El amor, la amistad y la fe en un creador son otros temas transversales que la película explica por medio de innumerables circunstancias. Todas muy bien construidas y desposeídas de fórmulas efectistas. Acerca de la mirada que otorga el film cuando aborda la cuestión de la creación de Oasis y la perspectiva de sus fundadores, queda claro que Spielberg juega con la idea de dominio que tiene Dios sobre sus criaturas, algo similar a lo que han explorado artistas como Pirandello o Hitchcock.
Basada en el libro homónimo -escrito por Ernest Cline, coguionista junto a Zak Penn, Eric Eason- Ready Player One es una película que lleva puesta la etiqueta de notable por donde se le mire. De esta manera queda claro que el olfato de Spielberg para crear productos de arraigo masivo y de gran calidad cinematográfica está intacto. Sucedió con Tiburón (1975), E.T. El extraterrestre (1982), Parque jurásico (1993) o A.I. Inteligencia artificial (2001). Incluso me animaría a decir que es superior a las dos últimas y está muy cerca de las dos primeras. No puedo dejar de mencionar que el homenaje que hace el realizador en esta película a El resplandor (1980) es maravilloso. El mejor Spielberg mainstream está de vuelta con la genialidad que solo él puede darle a Hollywood y a la historia del cine.