Oppenheimer
Han pasado 25 años desde su debut como director y Christopher Nolan no deja de sorprender cuando revisamos su filmografía -compuesta por 12 largometrajes- y comprobamos que ninguna de sus películas planea a ras del suelo. Evidentemente, este texto parte desde la admiración por un realizador que mueve su sello autoral a través del mainstream combinando un genuino estilo narrativo con temas cargados de dilemas morales o éticos. Su más reciente obra, Oppenheimer, está diseñada por un efectivo manejo del lenguaje audiovisual que traslada la experiencia del visionado hacia el desdoblamiento de un thriller turbulento y asfixiante. La esencia del ritmo está relacionada a la idea que tiene el cineasta sobre el montaje, especialmente cuando elabora la consecutividad de planos y la incidencia de la música en secuencias largas. Oppenheimer es más que la representación de la destrucción total.
En ese sentido, Oppenheimer no es una reflexión respecto a la creación de la bomba nuclear ni sobre sus consecuencias. Estamos ante una película que se basa en las decisiones que debe adoptar su protagonista. Un hombre que sabe que tiene el poder absoluto en sus manos -un poder tan destructivo que podría acabar con la humanidad-, y que creyendo que hace lo correcto asume riesgos que no tienen marcha atrás. También es una película que evita la solemnidad o, en otro sentido, se aleja del análisis peculiar de la heroicidad -como sí se desarrolla en Interstellar o Dunkerque, por ejemplo-. Desde una perspectiva que busca enfrentar el bien con el mal, Oppenheimer es el relato de un antihéroe perseguido por sus simpatías políticas y sus rebeldías a la autoridad castrense.
Oppenheimer también es una película de confrontaciones partidistas vestidas de rencillas personales. Por lo tanto, una fina propuesta política. Julius Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) y Lewis Strauss (Robert Downey Jr.) miden fuerzas representando de soslayo a las ideologías que posteriormente dividieron al mundo, sin que ello signifique una guerra dialéctica. Aquí volvemos al planteamiento de Nolan que consiste en no exponer enfoques doctrinarios sino plasmar la mirada de dos hombres que simpatizan (J.R Oppenheimer) o necesitan (Strauss) mostrar sus cartas para contrapesar posturas. El idealismo de J.R. Oppenheimer pasa por experiencias sociales y amorosas, mientras que la conveniencia de Strauss está arrastrada por la venganza y la envidia. Ambos personajes tienen en Murphy y Downey Jr. a sus intérpretes perfectos que avasallan con disertaciones extensas y convincentes.
Oppenheimer traduce la forma en que los Estados Unidos gobierna. Por medio de una narración paralela que detalla dos juzgamientos -J.R. Oppenheimer en privado ante un grupo de censores y Strauss ante una audiencia del senado-, vamos descubriendo los mecanismos de la política estadounidense que encumbra y defenestra a quienes considera hostiles o incómodos para sus objetivos. Nolan no solo pone atención en estos vicios de liderazgo sino que deconstruye las ambiciones hegemónicas de un país poderoso que desde la segunda parte del siglo XX se sabía superior por sus avances científicos y militares. Por suerte, Oppenheimer no entra en cuestiones propagandísticas. La orientación hacia un ejercicio de suspenso hipnótico y varias subtramas apaciguan tajantemente lo que pudo haber sido un ajedrez de remarcadas nociones políticas.
Sin la euforia que desata Oppenheimer tras dos o tres visionados y la cabeza fría que otorga el paso del tiempo, sabremos si esta es la mejor película de Nolan. Por el momento, somos testigos de un proyecto ambicioso que demuestra la madurez total del cineasta que divide a críticos y cosecha incondicionales. La paradoja está en que Nolan tiene algo del propio J.R. Oppenheimer: necesita demostrar más que otros para ser reconocido como uno de los mejores de su época, a pesar de todos sus esfuerzos.