---El conde---
Pablo Larraín ha ganado prestigio como cineasta gracias a la capacidad que tiene para narrar historias sobre temas y personajes polémicos. Ágil y punzante, el realizador chileno atiende demandas sociales que van desde las atrocidades del régimen militar de Augusto Pinochet (Post Mortem, 2010) hasta el plebiscito que definió la continuidad del mismo dictador (No, 2012). El dedo de Larraín también está puesto en llagas como los abusos de la iglesia católica (El club, 2015) y las polémicas que han rodeado las vidas de Jackeline Onassis (Jackie, 2016) y Lady Di (Spencer, 2021). Es decir, la mirada del director siempre ha tenido como objetivo provocar reacciones que inviten al debate. Algo que se agradece a todo artista que va más allá de lo que la industria quiere imponer. Todo lo anterior sería perfecto si Larraín no quisiera convertirse en la voz de la conciencia de un país.
Estrenada en el Festival de Venecia y distribuida por Netflix, El conde vuelve a colocar en medio de la controversia a Pinochet. Esta vez desde una óptica tan original como excéntrica: el ex jefe de Estado es un vampiro que está harto de vivir más de 250 años. Sin embargo, un día conoce a una joven que le devuelve la vitalidad y las ganas por beber corazones humanos licuados. La premisa puede parecer estrambótica, pero está cargada de poderosos simbolismos que respaldan a una sátira desenfrenada, por momentos divertida, mientras que en otros parece innecesariamente alargada. Pinochet, el vampiro, sobrevuela Santiago de Chile como una vieja ave de caza pensativa, como una entidad que añora el dominio absoluto, como un autócrata que evalúa los cambios desde su partida, como un ególatra que maldice la ingratitud de un pueblo ignorante. La perspectiva de Larraín es una invitación a reflexionar sobre las secuelas del absolutismo y sus efectos.
Hasta aquí, bien. Al menos eso parece.
Todo se empieza a torcer cuando el autor subraya sus ideas y no pasa de la acusación sistemática. Es decir, cumple con demandar, siempre en clave sarcástica, los abusos de poder y la raíz corrupta del régimen -desapariciones de opositores, compras estatales irregulares, contratos fraudulentos que involucran a la familia del militar, robos en complicidad con la clase empresarial- y deja de lado la profundidad de su planteamiento inicial, por más que la historia esté narrada bajo algunos códigos del cine de terror. Si el director ha decidido poner a Pinochet en el centro de la diana lo mínimo que puede hacer es asumir el riesgo que aviva a cualquier espíritu transgresor: recorrer nuevos caminos que permitan redimensionar la figura del ex presidente. El conde pierde empuje en su último tercio de duración cuando se enrolla en un romance gracioso e insulso, por más que se busque recordar el papel cómplice de la iglesia católica.
Lo que no descuida Larraín es el elenco que lo acompaña en esta surrealista aventura fílmica. Pinochet (Jaime Vadell) tiene una relación de mandato y sumisión con su sirviente, Forydor Krassnoff (Alfredo Castro, siempre en gran nivel). Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer) completa un triángulo amoroso turbio que se define por la conveniencia y la infidelidad. Los tres personajes simbolizan la decadencia del poder y la impunidad galopante. Las interpretaciones de los tres actores destacan por las siniestras cualidades que poseen y las formas en que se interrelacionan. Los despliegues gestuales en circunstancias donde al parecer no sucede nada, y pasa mucho, otorgan verosimilitud a los retratos de unos déspotas antológicos. Los otros dos aspectos que resaltan nítidamente en El conde son la fotografía y la música. Esta película está hecha para apreciarse en pantalla grande y no en la sala de la casa. El blanco y negro es deslumbrante -las secuencias de Pinochet volando de noche sobre la ciudad o los contraluces durante acciones vampirescas apabullan gracias a su belleza-, mientras que la música -especialmente las ejecuciones de cuerdas- acentúan el suspenso que recubre el filme.
Aún así, El conde es insuficiente.
La última película de Pablo Larraín es un artefacto elemental decorado con láminas de oropel.