El caso Monroy
Ronny Monroy (Damián Alcázar) visita semanalmente a las reclusas del principal penal de Lima. Les lleva jabón de tocador, papel higiénico, medicinas, cigarrillos, entre otros artículos de uso personal. Cualquier persona que lo ha visto merodeando por la cárcel podría decir que es un enamorador. Elogia a las reas, se hace amigo de ellas y, una vez ganada su confianza, promete acelerar sus procesos judiciales. Si salen libres, él las aguarda a la salida de la cárcel para llevarlas a comer pollo a la brasa. Después las aloja en hostales de mala muerte y, a modo de pago por todo el tiempo invertido, les pide un beso. Si ellas corresponden, se consumará un acto sexual clandestino. Si su demanda no es correspondida quedará reducido a ser un viejo patético digno de burla y compasión. El riesgo alcanzará cuotas mayores cuando su monótona vida, incluso su matrimonio, peligre a causa de desafortunados eventos sobre los que no tendrá control.
La última película de Josué Méndez (Días de Santiago, 2004; Dioses, 2008) goza de un atractivo planteamiento argumental que está respaldado por el magnetismo y la buena construcción de su personaje central. Monroy -sesentón, mal trajeado, bigotes al viento- es un hombre que ejerce como nexo entre los mundos carcelario y judicial para convertirse en una paradoja del sistema peruano de justicia. A todas luces es incuestionable la calidad interpretativa de Alcázar en la piel de un personaje gris que deja sensaciones incómodas y risibles en situaciones fuera de lo común. Alcázar está rodeado de un reparto donde destacan Maryloly López, Grapa Paola y, especialmente, Liliana Trujillo -¡qué gran actriz es Trujillo!- Todas giran alrededor de Monroy como satélites que cobran brillo cuando las líneas argumentales se interrelacionan.
Basada en el libro Día de visita de Marco Avilés, El caso Monroy se apoya, mayormente, en el submundo de las reclusas extranjeras sentenciadas por tráfico de drogas para detallar los efectos de la privación de la libertad y el aprovechamiento de esta situación a manos de hombres con poder: diplomáticos, jueces, abogados, narcos y hasta un excéntrico tipo como Monroy. El pulso que tiene Méndez para sopesar las oportunidades y las limitaciones femeninas en un mundo dominado por varones no sólo visibiliza una burbuja que flota encerrada en cuatro paredes. El director equilibra el plano carcelario con la vida más allá de los barrotes concibiendo un panorama donde la mujer transita en una segunda línea social.
Por otro lado, Méndez mide con cuidado las texturas de un mundo marginal a través de acciones que van surcadas por la efectividad de cuotas dramáticas muy bien distribuidas en diferentes momentos del metraje y por la corrosiva capa de sarcasmo que agudizan la naturaleza cómica de algunas circunstancias. El filme funciona, por un lado, como una radiografía de la desesperación humana; y, por otro, como la turbia solidaridad de un sujeto (Monroy) que moralmente es cuestionable, pero que, al final de cuentas, termina siendo insignificante frente a las desgracias que las mujeres viven aisladas del mundo exterior.
El hombre que funciona más rápido que la justicia peruana por una motivación calenturienta también es amigo, esposo y confesor. En ese sentido, Méndez no juzga el accionar de Monroy. Lo que hace es colocarlo en un frente difícil de entender a consecuencia de su difusa dualidad para que el espectador pase de la empatía a la desaprobación y regrese por el camino de la piedad. Esa conducta pendular es necesaria para mirarnos como sociedad en el espejo de Monroy.
El caso Monroy pudo concluir de una forma más contundente si hilvanaba las subtramas con mayor sutileza. La resolución del conflicto central se siente apresurada. Sin embargo, no perjudica el balance de una película que nos devuelve a un Josué Méndez en buena forma artística.