Napoleón
El poder y la pasión. La obsesión que genera el poder. La espectacularidad de una puesta en escena que hace épica la naturaleza de la conquista. Ridley Scott sigue en forma y eso hay que celebrarlo. A pocos años de cumplir los 90, el director de Los duelistas, Alien, Blade Runner, Gladiador, La caída del halcón negro, The Martian, etc. vuelve a decirnos que puede hacer la película que le dé la gana y que la hará bien.
En su última entrega cinematográfica presenta a una figura capital de la Historia: Napoleón Bonaparte. Con tantos libros y trabajos fílmicos respecto a la figura del general francés es difícil decir algo que no se haya dicho, pero es mucho más complicado contar algo que llegue a conmover. Scott lo hace sin necesidad de abusar de las licencias artísticas ni caer en las mieles de la idealización.
Napoléon es una película sobre la complejidad de mantener en equilibrio dos fuerzas que arrasan con la voluntad de cualquier mortal que llegue a experimentarlas de manera intensa: el poder y la pasión. En el caso del militar que retrata Scott, el poder está relacionado al patriotismo. El protagonista no concibe la idea de luchar por su país si es que no se le conoce, si no se le ama, y para consolidar esa idea hay que controlarlo.
Bonaparte, interpretado por un excepcional Joaquin Phoenix, también entiende que la grandeza de un país está relacionada al compromiso y a la lealtad de su pueblo. Por ello, Scott nos hace entender, a través de escenas de combate donde la milicia va guiada ciegamente por el emperador, que el vínculo del pueblo francés con su líder es inquebrantable. Solo las fuerzas políticas -la ambición de otros aspirantes al poder- podrían resquebrajar ese lazo que el general tiende sobre la muchedumbre y sus soldados. Entonces, Scott muestra las causas y las consecuencias de los juegos de poder: alianzas, traiciones y venganzas, que reconfiguran el comportamiento y la forma de pensar -y sentir- del personaje central.
La otra punta de lanza de la película es el plano pasional que envuelve a Bonaparte. En ese sentido, Josefina -¡inmensa Vanessa Kirby!- ejerce un rol múltiple en el que hace de amante, esposa, amiga y una protectora, casi maternal, del general. La relación entre el hombre y la mujer se define por una dependencia asfixiante que saca lo mejor a nivel dramático en ambos intérpretes. Los celos y las infidelidades socavan la coherencia emocional de Bonaparte y lo transforman en un ser vulnerable, enloquecido por la inseguridad. Josefina -y, evidentemente, Scott- develan la otra cara del granítico guerrero.
El aspecto cinematográfico más impresionante de Napoleón es, sin duda, el despliegue visual que se observa en las secuencias de las batallas a campo abierto. La caótica coreografía que implica el enfrentamiento de los ejércitos, en condiciones climáticas fantasmales, le dan a la película un aura de cruento misticismo que aunado al azar del destino de sus protagonistas representan una bella mirada de la fatalidad. Toda la secuencia de la batalla de Austerlitz es un ejemplo de salvajismo sin tregua que Scott suaviza con preciosas estampas en cámara lenta para sacar a relucir la faceta de estratega de Bonaparte. Desde la perspectiva visual, lo mismo sucede con la invasión a Rusia y otras luchas retratadas en las casi tres horas de duración del filme. En todos estos pasajes, el espectáculo domina la experiencia cinéfila, sobre todo, si la película es vista en una sala de cine.
En términos históricos, Napoleón no es absoluta ni totalizante. Tampoco pretende serlo. Acusa de imprecisiones. No se le puede exigir rigurosidad para algunos momentos claves en la vida del protagonista cuando el director está construyendo una versión guiada por la humanidad y no por la documentación o los libros de Historia, a rajatabla. Para eso están los documentales. Scott es un maestro porque sabe traducir la exigencia de una figura preponderante sin dejar de lado el entretenimiento que exige la industria. Napoléon no es el Waterloo de Scott, sino una contienda que libra, gana y gusta.