No voy a pedirle a nadie que me crea
En su película anterior, Ya no estoy aquí (2019), Fernando Frías de la Parra presentaba el complicado éxodo de su protagonista, Ulises, quien a finales de los 2000 debe hacer el tránsito forzado desde la violenta Monterrey hacia la bulliciosa Queens. El motivo de la movilización -las amenazas que recibe Ulises por parte de una pandilla-, y sus evidentes consecuencias, lo llevan a un proceso de adaptación donde las nuevas costumbres del condado estadounidense, sumado al desprecio de sus habitantes, generan un choque cultural tremendo. Un encuentro brutal que marcará el curso de la historia del muchacho y de la película. El director mexicano explora con sutileza descarnada el significado de “ser otro” en un contexto hostil donde el que llega a un país diferente del que proviene siempre estará en desventaja.
Su trabajo más reciente, No voy a pedirle a nadie que me crea, tiene un punto de partida similar al anterior -precisamente la violencia y el fenómeno migratorio-, aunque los matices y los géneros en el que se enmarcan son muy distintos. La película narra la vida de Juan Pablo (Dario Yazbek Bernal) un estudiante mexicano de Literatura que es beneficiado con una beca doctoral para estudiar en Barcelona. Sin embargo, tras una situación fortuita, una banda de narcos lo obliga a cortejar a la hija de un influyente político catalán a fin de saldar viejos favores. Todo se tornará más rocambolesco cuando Valentina (Natalia Solián), novia del chico, ingrese en los planes de los delincuentes para afianzar la estrategia.
Bajo la fachada del policial y la comedia, No voy a pedirle a nadie que me crea -basada en la novela homónima de Juan Pablo Villalobos (Premio Herralde 2016)- ofrece una mirada de la migración que, a diferencia de Ya no estoy aquí, recorre el circuito de la aspiración social a través del plano académico en México -en realidad, podría ser cualquier país latinoamericano-. Con un corrosivo humor negro el cineasta dispara contra el racismo, el clasismo, el feminismo, el nacionalismo y una serie de ismos pasados y presentes.
En ese mismo sentido, lo más logrado que tiene la cinta es el subrayado socarrón que hace de los estereotipos que normalmente recaen sobre los migrantes desde la óptica europea y que también comparten los propios latinoamericanos. Aquí no importa si Juan Pablo viene de una familia pudiente o que Valeria, su novia, “no esté a su altura” o que su intelectualidad esté por encima del promedio de sus paisanos o que los narcos que lo acosan sean chinos, árabes o mexicanos, porque, al final de cuentas, todas las circunstancias y los propios personajes son vistos por los catalanes -europeos, en general- como ciudadanos de segunda clase.
Frías es cínico durante muchos tramos de su película y eso no es un problema porque se inhibe de quedar como una víctima social. Como una diana que recibe a mansalva el desprecio del primer mundo. El director se ríe y juega con la idea del escritor latinoamericano que llega a Europa para triunfar como si se tratara de otro tipo de migrante: un privilegiado de la élite que merece el respeto porque no es igual a sus “compatriotas continentales”, porque no es igual al otro que limpia el baño del centro comercial, porque no vive igual que la otra que atiende las mesas del restaurante en La Rambla, porque no limpia el culo del anciano como sí lo hace la otra migrante. Juan Pablo se topa con una muralla de realidad que lo devuelve a una falsa humildad que queda en segundo plano cuando la película muestra su lado B: el policial relacionado al narco.
Frías construye un thriller de registro anexado a la comedia donde entrelaza la violencia más seca con los escenarios más inverosímiles posibles. De esta manera, da paso a una hipérbole argumental que por momentos se tropieza consigo misma, pero que sale a flote gracias a los atractivos -algunas veces risibles- personajes secundarios, entre ellos un argentino canchero, un italiano hippie, la mamá de Juan Pablo (patéticamente clasista). El suspenso se cocina a fuego lento siguiendo el tono de auto burla que desemboca en un final poco feliz donde la paradoja se lleva por delante la poca esperanza que Juan Pablo y Valeria albergan.
No voy a pedirle a nadie que me crea no es una película totalizante cuando aborda la problemática de la migración al estilo que comúnmente vemos en otras producciones donde los conflictos se alojan en el lado dramático. No es su objetivo. Aquí tenemos un producto divertido que ataca y parodia un estilo de vida sin rasgarse las vestiduras. Una manera audaz de curarse en salud.