Hojas de otoño
En el mundo de Hojas de otoño todo parece suspendido. Para su director, Aki Kaurismaki, el tiempo es una quimera y los personajes que habitan sus espacios se consumen lentamente como los cigarrillos que fuman sin cesar, uno tras otro. Las pequeñas tragedias que viven los hombres y las mujeres están insertadas en el lado B de Finlandia. Prescindir de aquella sociedad que ostenta los índices más elevados en educación y empleo de Europa es orgánico para el realizador europeo. El telón de fondo de su último trabajo está poblado por seres invisibles. Una retahíla de entes de clase trabajadora que circulan por la marginalidad. Sin embargo, Kaurismaki crea un mundo genuino disociado de la penuria. Contrario a lo que se pueda pensar, su universo está gobernado por el humor corrosivo y, en gran medida, por la ternura.
Hojas de otoño es una historia de amor sublime que, felizmente, no se deja llevar por la idealización. Tampoco tendría sentido que adopte ese cariz porque la pareja protagonista no encaja en el molde del romanticismo hollywoodense. Ni el bobo ni el más audaz. Ansa y Holappa viven el día a día. Ella tiene una alta rotación laboral en empleos miserables y él no puede evitar ser despedido constantemente debido a su alcoholismo. La unión de ambos es circunstancial y tiene como pilar la necesidad de sentirse a gusto. El acto de acompañarse es un tesoro invaluable, frágil e imperfecto porque la traba que impide una verdadera fluidez entre los dos estará determinada por la incapacidad para comunicarse.
En Hojas de otoño, y en otras películas de Kaurismaki, la percepción que nos deja la construcción de sus personajes es la de individuos esencialmente contenidos, indiferentes, ralentizados. Es así que la progresión espiritual de Ansa y de Holappa se mide por pequeños detalles o cambios en su rutina, una forma mínima de conseguir la redención. Ansa y Holappa se sublevan a su destino a través de intervenciones mínimas que simbolizan mucho. Por ejemplo, Ansa escucha la radio todo el tiempo y siempre se encuentra con noticias de la guerra entre Rusia y Ucrania. Un día, cansada de la violencia militar, exclama molesta “maldita guerra”, algo que la despierta de su marasmo por un momento. O cuando Holappa decido dejar de beber y la fatalidad se le cruza como un augurio de cambio. Ambos son impasibles, pero no quiere decir que dejen de sentir.
Hojas de otoño también es un ejercicio de atemporalidad. La radio de Ansa narra hechos bélicos recientes, el cine al que acude la pareja está forrado con posters de películas clásicas, el teléfono celular no lleva pantalla para navegar por internet, la banda sonora del filme corresponde a canciones de diferentes épocas -incluso se escucha una pieza de tango- y hasta el vestuario está diseñado por un gusto anacrónico. La película se puede entender desde cualquier época porque la lectura de la soledad no es consecuente con un tiempo definitivo. Está presente en las cabezas y los corazones de sus personajes, como también lo puede estar en la razón y el sentimiento del espectador. Esa complicidad entre emisor y receptor que establece Kaurismaki tiene su punto más alto cuando el humor seco y juguetón asalta las circunstancias más dramáticas.
Hojas de otoño no solo es una de las mejores películas del año por el hecho de que Kaurismaki vuelva a presentarse en buena forma por medio de una propuesta original que lleva su sello, algo que desde hace muchos años lo ha llenado de reconocimientos. Esta película está entre lo más destacado del 2023 por la profundidad sentimental que nace de su sencillez y su brevedad; por la ordinariedad de un mundo salvaje que puede adormecernos, pero que también nos brinda un espacio para la ilusión. Así sea pequeña y pasajera.