La sociedad de la nieve
El accidente del avión de la Fuerza Aérea Uruguaya que impactó en la cordillera de los Andes en 1972 ha recibido la atención del cine por la historia de supervivencia que encierra. Entre los pasajeros de la aeronave estaban un grupo de muchachos, jugadores amateur de rugby, algunos familiares de los deportistas y la tripulación. En 1993, Frank Marshall hizo la película más famosa sobre este caso, Viven. El balance, tras un nuevo visionado de ésta última, nos deja un sabor amargo por el desaprovechamiento de oportunidades únicas (buen presupuesto, buen elenco, buena distribución). La causa más reciente para que la obra de Marshall se desmorone como una vieja ruina es el nuevo trabajo audiovisual sobre esta tragedia: La sociedad de la nieve.
Juan Antonio Bayona ha creado una versión tan potente como desgarradora que en lugar de enfocarse en la lógica de la supervivencia ha puesto el ojo en el sentido de la amistad. Una camaradería a prueba de todo entre las personas que vivieron durante 72 días en medio de la nieve. El infierno blanco de Bayona es deslumbrante porque lo usa a modo de contrapunto a la existencia humana: simple, frágil, desesperada. El paisaje imponente de los Andes sureños parece interminable a contramano de la exigua naturaleza del hombre. En ello está la esencia de La sociedad de la nieve. En labrar una cofradía de sentimientos regidos por la solidaridad sin ser efectista, algo a lo que es muy fácil acudir en este tipo de propuestas artísticas.
El director de El orfanato, Lo imposible o Un monstruo viene a verme, aprovecha la presentación estructural de tres actos para instalar de diversas formas la relevancia de los lazos filiales y amicales. Por ejemplo, al inicio, cuando los viajeros se despiden de sus familias en el aeropuerto, ingresamos a esa intimidad que dan los hogares cálidos sin que se fuercen los estereotipos de la hospitalidad. O, cuando la aeronave se estrella y, posteriormente, se inicia todo el proceso de supervivencia, sale a relucir lo mejor de cada personaje con sus dudas, temores y esperanzas. Y por último, cuando los dos muchachos que salen a buscar ayuda logran contactar con un hombre, lejos de la zona del accidente, el sentido de la épica toma una forma honesta que hace vívida la dramática experiencia. La sociedad de la nieve va más allá de la espectacularidad visual que la recubre. Es un torrente de emociones que no tiene precio.
También hay otros aspectos que determinan la eficiencia de la película. El manejo de la cámara dentro de la aeronave es uno de ellos. Los primeros planos de los rostros mientras la desesperación se apodera de las escenas en que se ven los deslizamientos de nieve o las fuertes tormentas o el fallecimiento de los compañeros son fundamentales para generar un ambiente de fraternidad. Por otra parte, que la película haya sido rodada en el idioma original de los protagonistas de la tragedia -además de usar los nombres reales- le da una cruda cercanía que no tenía, por ejemplo, la película de Marshall.
Otro elemento que está muy bien utilizado es el factor sonoro. Tanto los efectos como la música acompañan el sentido fatalista de la historia y ayudan a mantener el ritmo del filme durante sus 144 minutos de duración. Quizá uno de los detalles que más llaman la atención por su manejo equilibrado y nada propagandístico sea el dilema religioso que se instala cuando los muchachos recurren al canibalismo para soportar el hambre. Bayona expone y enfrenta razonablemente las ideas católicas y la necesidad de vivir. La paradoja se encamina cuando los más conservadores deben comer la carne de sus amigos muertos abrazando la esencia del amor por la vida y la consecución de la esperanza.
La sociedad de la nieve es la película más ambiciosa de Juan Antonio Bayona y, a la vez, la que más sensibilidad prodiga. Estamos ante la consolidación de un gran cineasta.