Los que se quedan
Corre la temporada navideña y en un colegio para chicos ricos quedan confinados, por diversos motivos, un profesor gruñón (Paul Giamatti), un estudiante problemático (Dominic Sessa) y la administradora del comedor (Da´Vine Joy Randolph). Los tres atraviesan situaciones adversas que, poco a poco, afloran cuando la interacción se hace inevitable generando una convivencia peliaguda, solidaria y estremecedora.
Paul Huhnam es un maduro maestro de Historia que gobierna sus clases con puño de hierro. Para él, cada lección de vida tiene una explicación en un pasaje de la materia que imparte. Sus comentarios sarcásticos y desatinados lo hacen ser despreciable ante su joven audiencia y sus colegas. Además, el ligero olor a pescado que porta y la excesiva sudoración de sus manos acentúan la escasa empatía social de la que se siente orgulloso. Por otro lado, Angus Tully, el chico problema, de padres divorciados y con tres expulsiones a cuestas, se siente desubicado en el rancio centro de enseñanza donde a los jóvenes pudientes les cuesta concentrarse en la parte académica y prefieren alardear de sus suertes. Mary Lamb no es acaudalada. Vive un amargo duelo por la reciente pérdida de su único hijo y desde la cocina en la que trabaja examina las estúpidas reacciones de los estudiantes como si la vida fuese un malogrado invento que solo está regido por la injusticia.
Desde las primeras secuencias de Los que se quedan (The Holdovers), y su sencilla -aunque entrañable- premisa, reconocemos el pulso prolijo de Alexander Payne en la construcción de situaciones donde sus personajes se distinguen por el resquemor del anonimato y la necesidad de la comprensión, más allá de que nadie acuda a rescatarlos o, lo que es peor, a escucharlos. El desarrollo de la trama los llevará a refugiarse en la relación que ellos mismos creen entre sí, algo que, en primera instancia parece imposible a causa de sus orígenes.
La nueva película de Payne es un crisol de sentimientos donde predomina una aguda mirada de lo agridulce que puede ser la soledad para individuos que avanzan por la vida sin expectativas concretas. Los tres personajes centrales se caracterizan por sus naturalezas insulares tanto desde la óptica de sus contextos afectivos como sus involucramientos sociales respecto a sus semejantes. Sin embargo, Payne equilibra la intensidad de los vacíos afectivos con una serie de brillantes ocurrencias, diálogos y resoluciones que apelan al humor socarrón y desenfadado.
Los que se quedan también funciona como una ácida crítica a la blancura estadounidense de los años 70s -y que en muchos casos podría aplicar al sistema educativo de los Estados Unidos en la actualidad-. Mary es afroamericana y simplemente por ello parte en desventaja frente al ámbito donde se desenvuelve. Curtis, su hijo muerto, es la promesa trunca que simboliza la falla de un sistema discriminador. Payne no expone las oportunidades perdidas de Mary y su vástago al estilo de un ajustador de cuentas que provee lástima o iniquidad a la circunstancia. Por el contrario, Mary está empoderada y puede retar a cualquiera que ose invadir el frágil terreno de su privacidad.
Mención aparte merece el trabajo de Giamatti. ¡Qué brillante puede ser este actor y qué tan buena interpretación saca del sombrero al momento de encarnar a un personaje mínimo, casi insignificante, ante los ojos de la comunidad que lo acoge! El profesor Hunham esconde secretos que maquilla con un convenido sentido de la moralidad dejándonos en el limbo del juzgamiento para terminar siendo cómplices de acciones dudosas. Giamatti impregna una increíble y sencilla esencia de humanidad que va de la mano con el pragmatismo de su personaje.
Si Los que se quedan adquiriese una lectura solemne de la relación entre un profesor y su alumno -uno de los otros grandes temas de la película- quedaría como un fiasco aleccionador. En cambio, los personajes quebrados y huérfanos de afecto que propone Payne son tan queribles por su imperfección que los acercan al sentido exacto de la existencia humana. Somos ensayo y error hasta que llegamos a ser un poco más buenos de lo que en realidad podemos -o creemos- ser.