Días perfectos
Al alba, Hirayama sale de su casa rumbo al trabajo, respira hondo y esboza una sonrisa mientras mira el cielo. Se siente agradecido como si un día más de vida fuese un milagro, una deuda con lo cotidiano. El hombre compra un vaso de café de máquina y se pone al volante de la combi que conduce sin prisa por las calles de Tokio. Durante el trayecto escucha música reproducida en cassettes: The Animals, Patti Smith y The Velvet Underground están entre sus exponentes preferidos. Hirayama madruga para limpiar baños públicos y parece muy consciente de que su oficio es tan solo un paso en su rutina. Nada de lo que deba avergonzarse o arrepentirse.
Win Wenders regresa a sus raíces cinematográficas con una película que destaca la sencillez de la existencia humana en donde no hay lugar para el ajetreo de la “vida moderna”, por más que el contexto haga parecer al protagonista como alguien fuera de época. Hirayama (Koji Yakusho, reconocido como Mejor Actor en el último Festival de Cannes por esta interpretación) trabaja con esmero y deja relucientes urinarios, lavaderos y pisos de baños de estilo vanguardista. Lo más parecido a un centinela del aseo que cuida piezas modernas en las que se alivian urgencias imprevistas.
El director alemán propone una mirada metafísica a partir de un personaje ordinario que se ampara en su soledad para moverse libremente. Las estructuradas costumbres de Hirayama están en sintonía con el ritmo lento que Wenders emplea, al punto que transcurrida la hora de visionado no se aprecian conflictos correspondientes a un personaje de pasado difuso. En Días perfectos no encontraremos una historia sorprendente sino que la riqueza de su esencia consiste en entender la importancia de lo efímero como el disfrute que nos causa, por ejemplo, contemplar la fotografía de una risa espontánea e irrepetible.
La película también apela a una valorización idealista de las costumbres japonesas para hacernos recordar que el paso de los años y la llegada a la estación de la vejez son condiciones donde la sabiduría se refleja en lo elemental. De esta forma, Hirayama disfruta sus días leyendo a Faulkner y Highsmith o tomando fotografías (con una cámara analógica) a árboles cuando hace la sobremesa sin acompañantes. Días perfectos recorre la idiosincrasia nipona de modo amable para profundizar en el sentido del servicio a través de un empleado cuya labor podría ser denigrada en otras sociedades.
Si bien el ritmo de la película es sosegado y Hirayama habla muy poco, son las breves subtramas las que exploran los campos sentimental y racional del hombre. La aparición de una sobrina profundiza sus facultades como mentor. El diálogo con el ex marido de la dueña del bar que frecuenta lo muestra comprensivo. La extraña relación con sus colegas y los favores concedidos a estos aflora su lado solidario. Wenders no necesita mucho trasfondo para mostrar a su personaje. Basta un gesto, una mirada o una expresión corpórea para entender la nobleza de Hirayama. La última escena es un claro reflejo de esta última afirmación: mientras maneja, el limpiador mira el horizonte y no sabemos si sonríe o solloza. De fondo se escucha a Nina Simone con Feeling Good.
La paradoja de Días perfectos está en que su génesis fue un proyecto de no ficción por encargo acerca de los sofisticados baños públicos japoneses y terminó siendo un canto sublime a la soledad. Win Wenders ha creado una obra maestra sencilla, casi de corte artesanal, después de tantos años. Tan sólo eso es un motivo para aplaudir.