Mi amigo robot
El más reciente trabajo del director español Pablo Berger, arrastra tanta nostalgia por el pasado que después de su visionado sería casi terapéutico elaborar un listado de las personas y de los espacios -físicos y emocionales- que hemos dejado atrás en diferentes etapas de la vida. Lo que al inicio parece una inocente película animada orientada hacia un público infantil, termina transformándose en una vigorosa y melancólica propuesta multigeneracional acerca del sentido de la amistad y su resistencia al paso del tiempo.
Basada en la novela gráfica Robot Dreams, de la autora estadounidense Sara Varon, las acciones se sitúan en Nueva York de los años ochenta y remiten a la historia de un perro solitario que compra un robot para que sea su compañía. Un desafortunado incidente hace que sus vidas adquieran rumbos distintos dejando una pequeña opción para volver a reunirse. Si bien el argumento es bastante sencillo, Berger está un pie por delante de la capa básica que su película ofrece en los primeros minutos y explora con delicadeza, en buena parte de su duración, el efecto que tiene la evocación por una ciudad que ya no existe -al menos como luce hoy en día-.
Pero las ciudades no existen solas. Sin gente que recorra o habite los lugares tradicionales que la caracterizan se apaga la llama de la pertinencia. O, en un caso de mayor empatía, es la identidad lo que ayuda a perfilar aquel espacio nostálgico al que siempre se regresa. En ese sentido, el realizador vasco pone el foco de atención en un personaje afectado por la vorágine social que normalmente se experimenta en las grandes urbes. El perro no es solitario por elección sino que su contexto lo empuja a llenar un vacío inevitable, rutinario.
Una vez que el androide se convierte en compañero del animal se inicia una etapa idílica que, a nivel narrativo, está reforzada por elementos sonoros -los más influyentes son la canción September de Earth, Wind & Fire y las efectivas piezas ambientales- que sustituyen la ausencia de diálogos entre los personajes. En Mi amigo robot no hace falta el lenguaje verbalizado porque no se necesita decir algo para saber y sentir. Berger marca distancia de la tendencia actual en que los dibujos animados antropomorfos llenan el espacio sonoro con charlas estridentes. A veces, verborreicas.
Si bien el recubrimiento visual de Berger es ultra colorido y transmite la esencia de una ciudad en permanente ebullición, el trasfondo psicológico de sus personajes es bastante reflexivo y por momentos sosegado. Así surgen pensamientos como cuánto puede durar una amistad o si ésta se transforma al compás de las experiencias que vamos adquiriendo cuando conocemos a más gente. ¿Debemos añorar el tiempo pasado y resistirnos a los recuerdos o acaso no hay que regresar al espacio donde fuimos felices? La película deja la mesa servida para que el espectador medite respecto a su propia condición afectiva.
Berger, que siempre firma los guiones de sus películas, ejerce de maquinista de un trabajo donde el humor juega a la inocencia sin subestimar al público y donde los homenajes corren por cuenta de icónicas referencias: El mago de Oz, la más saltante. Mi amigo robot es una muy buena alternativa de animación gracias a la sencillez y la ternura de sus personajes, pero es mucho mejor por la precisión de su sensibilidad aplicada a un mundo que sobrevive en la añoranza y en el campo de los sueños.