El mal no existe (Festival Al Este)
Hace tres años, Ryûsuke Hamaguchi vivió un periodo dulce como realizador y guionista. Estrenó dos películas de alta factura cinematográfica -Drive My Car y La rueda de la fortuna y la fantasía- que elevaron su prestigio como director en los festivales europeos y en los certámenes que premian a lo mejor de la industria del cine. Con sus dos obras conquistó Cannes y Berlín. También levantó un Oscar y un BAFTA. Los principales círculos de críticos de los Estados Unidos se rindieron ante el japonés. Nada mal para un cineasta de 42 años. El revuelo que se originó tendría una consecuencia evidente: todas las miradas puestas en el siguiente paso del artista nacido en Kawasaki. En ese contexto llega El mal no existe.
La nueva película de Hamaguchi golpea desde varias direcciones para darle al espectador una experiencia que resulta inquietante gracias al ritmo de su narrativa y el planteamiento de su tema central. De estilo contemplativo en buena parte del metraje, El mal no existe reta a observar desde una perspectiva que cuestiona las ambiciones del mundo corporativo, el rol del ser humano en una sociedad individualista, la preservación de los recursos naturales y la relación del hombre con su entorno próximo. Esta es una de las películas más políticas de su autor en un sentido de visibilización de la realidad donde las voces de los menos escuchados se convierten en conocimiento.
Takumi (Hitoshi Omika) vive con su hija, Hana (Ryo Nishikawa), en un pueblo próximo a Tokio. Las implicancias de su reciente viudez se evidencian en el carácter taciturno y en la monotonía diaria que lo embargan. Sin embargo, su rutina se altera cuando una empresa de glamping -una suerte de negocio que desarrolla campamentos de lujo- se pone en contacto con los lugareños para anunciar el inicio de las obras en la zona. Entre ellas, la construcción de un pozo séptico y la utilización del agua de los manantiales ubicados en las partes altas de la comunidad.
Hamaguchi elige la posible escalada de un conflicto social protagonizado por dos fuerzas -pobladores y empresa- para fijar la posición de su película -ergo, su propia visión- respecto al accionar que impone en la actualidad el capitalismo salvaje. Entonces, la lectura que hace del enfrentamiento empieza a recorrer caminos delicados como el desconocimiento de las tradiciones y las costumbres ancestrales, y la falta de respeto por las mismas. El director utiliza un discurso ecologista que tiene su punto más alto durante la escena de la reunión que entablan los lugareños y los representantes del negocio para reflexionar sobre la indiferencia empresarial guiada por la codicia.
Por momentos, El mal no existe oscila entre el aleccionamiento oenegista y la concientización respecto al principal depredador del planeta, la raza humana. No lo hace mal, aunque su verdadera fortaleza está en la presentación de las “vidas mínimas” de personajes como Takumi y los empleados del glamping. Todos son seres solitarios que carecen de propósitos que satisfagan sus vidas. Muchos de ellos están golpeados por el duelo o por los efectos psicológicos que dejó la pandemia.
Otro de los puntos en que el director asiático pone una mirada crítica es la relación jerárquica dentro de las corporaciones y cómo la subsistencia soterra las mínimas ambiciones personales. La escena del diálogo entre los dos representantes de la empresa, mientras uno de ellos conduce rumbo al pueblo, está cargada de cinismo y resignación, a tal punto que la piedad podría despertarse en cualquier espectador. Hamaguchi descarga de culpas a quienes inicialmente aparecen como villanos para decirnos que todos somos parte de un engranaje automático e inevitable.
En El mal no existe, todos huyen de algo. La vida en el campo no sólo es una alternativa espacial sino un escenario para expiar las culpas que se arrastran vestidas de frustración. Es por ello que el final de la historia está abierto a múltiples interpretaciones. Hamaguchi juega al misterio porque sus personajes viven atormentados, pero sin la capacidad para expresar sus pesares. De esta forma, la resolución del filme es tan alegórica como sorpresiva. Al final, todo se torna tosco, indescifrable. Una forma de decir que somos impredecibles y primitivos. Para Hamaguchi, el ser humano es irrespetuoso y desmemoriado. No obstante, ello no le impide padecer los resultados de sus propias decisiones. A menudo erróneas.
El mal no existe es una parábola de suspenso minimalista con trasfondo ecológico que se cocina a fuego lento de manera subversiva y encubierta. En su tramo final explota sin licencias y revela lo minúsculos que podemos ser frente a un mundo que no terminamos de entender.