Érase una vez en los Andes
Perú. Finales del siglo XIX. Herido de gravedad, un soldado chileno es encontrado por una campesina andina quien lo traslada a su vivienda para curarle las heridas. El padre de la chica se opone a la presencia del incómodo huésped. Sin embargo, termina cediendo y el militar logra recuperarse. Para evitar los señalamientos de la comunidad a la que pertenecen, padre e hija esconden al forastero en una zona inaccesible. Entonces, las visitas de la mujer al soldado pasarán de ser paradas de aprovisionamiento a encuentros frecuentes donde la atracción mutua avivará un amor prohibido.
Bajo la dirección de Rómulo Sulca -que también ejerce de guionista y coproductor-, Érase una vez en los Andes ofrece una mirada antibelicista respecto a un evento nacional que todavía genera polémica y no termina de cerrar sus heridas: la Guerra del Pacífico. A través de una narrativa impulsada por un cuidadoso trabajo de fotografía, el director explora algunos temas como las dificultades que conlleva el encuentro intercultural, las limitaciones impuestas por la barrera lingüística y los roles de género que asumen mujeres y hombres del campo y la ciudad.
En clave de melodrama nos acercamos a la historia de Margarita (Maribel Baldeón) y Lautaro (Juan Cano), dos jóvenes que representan mundos confrontados por la nacionalidad y, al mismo tiempo, suponen una reinterpretación del patriotismo. Además, ambos se alejan de la construcción imaginaria del rencor y la venganza, característica muy propia de los habitantes que están al medio de un conflicto de esta magnitud. Es decir, el director mueve el destino de sus personajes por un camino de rechazo a la guerra para decirnos que la sensibilidad de Margarita y Juan es tan conmovedora que alcanza para romper los prejuicios sin importar el contexto. Sin embargo, Sulca no muestra los recursos suficientes para respaldar su idea.
Si bien el principal mecanismo que el cineasta utiliza al momento de complementar a sus personajes consiste en la superación de la traba idiomática -ella habla quechua y él castellano-, este no es suficiente e incurre en errores que lastran el resultado final. El primero de ellos tiene que ver con la linealidad de las situaciones en que Margarita y Juan construyen su atracción. Todo es previsible y carente de emoción. Por ejemplo, la iniciativa de la muchacha por acercarse al hombre de armas, y su peculiar interés hacia él, se da mediante un ejercicio de deslumbramiento acartonado, básico, plano.
Otro de los problemas que carga Érase una vez en los Andes está en las subtramas o ideas secundarias que se quedan a medio desarrollo. El conflicto bélico ofrece una variedad de matices para alimentar tópicos como el odio, la venganza y el arrepentimiento. No obstante, Sulca se acerca con timidez al pensamiento colectivo de la comunidad afectada por la invasión chilena. Si el propósito de la película apunta a la tragedia de un amor imposible, la exploración del contexto abre posibilidades para potenciar las razones de seguir adelante con el romance.
La tercera razón por la que Érase una vez en los Andes cae por el despeñadero de la inconsistencia se debe al apresuramiento de su tramo final. Sulca no tiene en cuenta las reacciones de sus personajes ante el riesgo público cuando la relación queda en evidencia. Para el director es más importante llegar al final con todo resuelto y descuida la necesidad de crear tensión en momentos claves del último tramo de la historia.
En el último de los casos se podría entender que todo lo expuesto en el filme tenga una noble intención -aunque esa no es la esencia ni la mayor motivación que debería tener una película-, pero no es comprensible que se busque hacerlo sin un mejor manejo de las posibilidades ofrecidas por un tema potente. La claudicación de Sulca pasa por subestimar el contexto y no mirar en su interior.