El viejo roble
Hay directores de larga trayectoria que hacen las películas que les da la gana asumiendo cualquier tipo de riesgo. No se duermen y apuestan por escapar de la comodidad, aunque no siempre den en el clavo. Se me ocurre Roman Polanski. Existen otros que mantienen sus ideales y son fieles a los estilos que los hicieron únicos. Mueren en su ley, de pie, y, algunas veces, de rodillas. Sí, Woody Allen. También hay un tercer grupo de realizadores maduros que abordan diversos temas, experimentan y empujan sus narrativas por caminos que desembocan en una identidad firme. Estos directores, en el epílogo de sus carreras, repiten su esencia como una fuente inagotable. Aquí se encuentran Clint Eastwood y Ken Loach.
Sin embargo, entre el estadounidense y el inglés hay un detalle que los diferencia. Mientras que el primero coloca sus referencias en un intrincado contexto donde los héroes anónimos son figuras cargadas de valores que, aparentemente, están en desuso, siempre se imponen y salen victoriosos adaptándose a los nuevos tiempos; el segundo, expone sus preocupaciones sociales eligiendo temas de coyuntura que son desarrollados como si se tratara de fábulas subrayadas por moralejas de trazo grueso.
El cine amable de Ken Loach subestima al espectador y lo invita a reafirmar la premisa que sobrevuela por sus últimas películas -incluida Yo, Daniel Blake, Palma de Oro en 2016-: estamos ante parábolas básicas que carecen de matices y abusan del sentimentalismo de fórmula. El viejo roble, más reciente trabajo de Loach, funciona como un vehículo aleccionador que intenta despertar conciencias a través de una trama predecible y trillada, impuesta para sermonear desde su discurso político dividido entre caricaturas de hombres buenos y malos.
El viejo roble empieza con el accidentado arribo de un grupo de refugiados sirios a un pueblo de pasado minero ubicado en Durham, ciudad del norte de Inglaterra. Es el año 2016 y algunos pobladores ven a los extranjeros como amenazas de las costumbres locales. TJ Ballantyne (Dave Turner) -hombre maduro de inestable vida emocional y dueño de un pub que lleva el nombre de la película- es el primero en tenderle la mano a los recién llegados. Yara (Ebla Mari), joven mujer musulmana que destaca entre los miembros de su comunidad, entabla una relación de amistad con TJ que se convierte en el blanco de críticas de los amigos de antaño del hombre y clientes habituales del pub. Entonces, la polarización social permitirá que afloren actitudes racistas, viejas frustraciones y pocas esperanzas en un sistema que golpea tanto a ingleses como a sirios de todas las edades.
Loach utiliza el guión de su habitual escritor, Paul Laverty, para escudarse en diálogos acartonados que minan las pocas posibilidades de expansión dramatúrgica que tienen sus personajes. Todo en El viejo roble es inocuo. Incluso los momentos más tensos cuando se hace referencia a la guerra civil siria y a la dictadura de Bashar Al-Asad suenan a impostura. Por medio de TJ, el director proyecta su sentido de culpabilidad y falsa modestia en una suerte de autoflagelación que asoma bastante cándida, por no decir torpe y hasta fuera de lugar. Loach juega a dejar-un-mensaje de solidaridad en un mundo de villanos que oprimen a indefensos que se limitan a poner la otra mejilla.
Cuando a un director como Loach -que en otros tiempos ha defendido causas justas con pasión e inteligencia- se le pasan por alto, sobre todo en los festivales de cine de alto rango, algunos tropiezos como El viejo roble se pone en evidencia que el ambiente cinematográfico sopla en dirección de un progresismo correctista. El cierre de la trayectoria de este gran cineasta merecía algo menos auto indulgente.