Babygirl
En la secuencia inicial de Babygirl, Romy (Nicole Kidman) y Jacob (Antonio Banderas) mantienen un encuentro íntimo cargado de sensualidad, mientras la cámara se desplaza con elegancia en un movimiento invertido sobre el lecho conyugal. Sin embargo, antes de que esta acción se revele, el sonido nos engaña: los gemidos de Romy resuenan en off, como un susurro anticipatorio que sugiere que lo imaginado siempre supera a lo explícito. Posteriormente, la cámara se detiene en el primer plano de su rostro: sus párpados entrecerrados, el labio mordido con contención, la respiración controlada. En este contexto, el sexo no se reduce al cuerpo; es un escenario donde la satisfacción se negocia a través de miradas y silencios. Justo cuando el encuentro parece alcanzar su clímax, Jacob se desploma, agotado. Romy, en cambio, se desliza fuera del encuadre con urgencia. En otra habitación, abre su laptop con dedos temblorosos y accede a una página pornográfica. La pantalla ilumina su rostro mientras se masturba, mordiendo su labio inferior con una mezcla de frustración y determinación. Hasta que, finalmente, un espasmo la recorre: un huracán interno que estalla en su mente antes de inundar su cuerpo. Solo así, en ese acto solitario y autosuficiente, alcanza la plenitud: un éxtasis delirante, ajeno a cualquier mirada que no sea la suya.
Romy es la CEO de una empresa que desarrolla soluciones tecnológicas de vanguardia. Una mujer competitiva que domina cualquier contexto, especialmente el de las negociaciones. Jacob, por su parte, es dramaturgo y vive sus experiencias teatrales al límite. Ambos superan los cincuenta años y tienen dos hijas adolescentes con las que comparten tiempo de calidad. Este mundo comienza a tambalearse cuando Samuel (Harris Dickinson), un ambicioso practicante veinte años menor, llega a la oficina de Romy, y su universo sexual y emocional cambia por completo.
La directora Halina Reijn aborda Babygirl como un estudio psicológico sobre el deseo y el poder en entornos de alta presión, profundizando en los roles de dominador y dominado. Parte del mérito de la realizadora radica en que, en todo momento, evita que Romy y Samuel caigan en la impostación del romanticismo: Romy utiliza su posición para controlar, no para llenar un vacío emocional. Las escenas íntimas, lejos de ser pasionales, retratan luchas de sometimiento donde el sexo se convierte en una herramienta de manipulación. Culpa, arrepentimiento, descontrol y, nuevamente, todo el ciclo se repite hasta la saciedad, permitiendo que los amantes satisfagan sus ansias y fantasías fetichistas a fin de demostrar quién lleva las riendas en este juego. No obstante, los daños colaterales que deja la infidelidad son numerosos. ¿Podemos sentirnos plenos haciendo daño a otros? ¿Debemos sacrificar a quienes más apreciamos para escapar de la frustración?
Kidman transmite con aplomo la dualidad de su personaje: una líder impecable en público, pero frágil en privado. Romy busca reafirmar su autoridad en un mundo que desgasta su influencia con la edad. En esa línea, Reijn examina las dinámicas de acoso invertido sin caer en simplificaciones. Samuel no es una víctima pasiva: aprovecha la relación para ascender, utilizando su juventud como moneda de cambio. El joven sabe en lo que se está involucrando y los riesgos que corre. No le importa. Es tan calculador como su propia jefa. Entiende a la perfección las fases de la seducción y se convierte en presa o cazador según lo exijan las circunstancias. Tanto Kidman como Dickinson ofrecen actuaciones convincentes: estamos ante una pareja de cínicos que luchan por ver quién se impone al otro.
Reijn emplea un discurso narrativo que combina erotismo y una especie de suspenso soft para desentrañar y criticar las dinámicas inherentes a las prácticas corporativas contemporáneas, en particular aquellas sustentadas en la competitividad salvaje. En su enfoque, la directora expone cómo todos los elementos dentro de este sistema son susceptibles de explotación: desde las voluntades individuales hasta las vulnerabilidades emocionales, pasando por los méritos profesionales. Romy encarna esta lógica al priorizar el éxito profesional sobre las relaciones humanas, lo que sitúa la trama en el centro de un debate más amplio sobre el ejercicio del poder femenino en entornos laborales dominados por la tecnología.
El diseño escenográfico, caracterizado por locaciones frías y simétricas, refuerza la representación de un mundo regido por la vanidad y la ambición. Estas elecciones visuales no solo reflejan el entorno en el que se desenvuelve Romy, sino que también subrayan la deshumanización progresiva que acompaña a la búsqueda del poder. Aunque la película evita emitir juicios morales explícitos sobre sus personajes, expone de manera incisiva las contradicciones de un sistema en el que el poder -y por qué no el sexo- actúan como un agentes corruptores, afectando tanto a quienes lo detentan como a quienes aspiran a alcanzarlo.
Reijn no solo retrata un mundo donde el éxito se mide en términos de control y dominación, sino que también sugiere que, en este juego de ambiciones, todos los participantes terminan siendo víctimas de su propia maquinaria. Así, la película cierra con una metáfora irónica: el poder, como un espejo distorsionado, refleja no solo lo que somos, sino también lo que estamos dispuestos a sacrificar en su nombre, dejando al descubierto que, en última instancia, todos somos prisioneros de nuestras propias aspiraciones. En ese sentido, el sexo es el componente que se acopla de manera ideal a la consolidación y el ejercicio del poder. En la secuencia final, tras la inminente ruptura de los amantes, Romy le enseña a su esposo cómo debe tocarla para alcanzar el éxtasis. La paradoja de aprender para enseñar, aunque el proceso se haya saldado con un agudo daño colateral.