La chica de la aguja
A primera vista, La chica de la aguja es una película que explora las consecuencias sociales y económicas de un contexto definido por la posguerra. De manera cruda se mueve por las necesidades materiales y las paupérrimas condiciones de vida que padecen sus personajes; seres fantasmales, errantes del destino y esquivos a la buena suerte. Sin embargo, la promesa de un drama de época agarrado al tono solemne de una aguda reflexión humanitaria se transforma, poco a poco y con sutileza, en una obra sórdida donde estos mismos personajes devienen en monstruosas caracterizaciones de la crueldad.
Karoline (Vic Carmen Sonne), la protagonista, inicialmente, encarna el infortunio: la constante escasez de dinero hace que viva al borde del desalojo. Su esposo ha desaparecido en el frente de batalla. Se enamora de la persona equivocada. Queda embarazada. Pierde el empleo. Su condición de marginal se afianza en cada escena hasta que un acto revela una arista oculta de su personalidad. Para interrumpir su proceso de gestación, introduce una aguja de tejer por su vagina. Advertida de la acción, Dagmar (Trine Dyrholm) la detiene salvándola de una muerte segura. La confluencia de estos dos personajes hace que la película agarre otro camino convirtiéndose en el escenario perfecto para que dos almas perversas, afligidas y contradictorias den rienda suelta a sus instintos más primitivos.
Si bien La chica de la aguja está inspirada en el caso de Dagmar Overbye -una asesina en serie que a principios del siglo pasado fue acusada en Dinamarca de matar a 26 bebés-, ella no es el centro de atención de la historia. El disparador de las principales decisiones recaen en Karoline, figura ficticia que no tiene relación con los infanticidios reales.
El director sueco-polaco Magnus Van Horn, -que también firma el guion junto a Línea Langebek- logra un trabajo que adquiere resonancias propias del cine de terror cuando recurre a una fotografía en blanco y negro aproximándose a las principales obras del expresionismo. Además, no parece casualidad que se elija homenajear esa referencia cuando los hechos están contextualizados en el periodo de entreguerras. La fotografía no solo remite a una estética clásica, sino que también potencia el impacto dramático de la narrativa. Las sombras profundas y los contrastes marcados crean una sensación de inquietud. En muchas escenas, la luz se utiliza para acentuar el miedo. Por ejemplo, cuando se enfocan, en primer plano, los rostros delineados por la angustia y la desesperación extremas, especialmente en los personajes femeninos. La utilización de sombras largas no solo contribuye a la atmósfera general de la película, sino que también sirve como metáfora visual de la dualidad moral y la lucha interna que sostienen ambas mujeres.
El guion comprende una gran riqueza en detalles y matices cuando profundiza en los complejos dilemas morales y emocionales de Karoline y Dagmar. Cada escena posee un sentido de urgencia, lo que contribuye de manera decisiva en la intensidad de la película. El guion también se desdobla eficazmente a través de simbolismos, utilizando la luz y la oscuridad para reflejar la enfermiza mentalidad de los personajes y la sombría realidad de su entorno.
La chica de la aguja encierra una paradoja que emerge en casi todas las secuencias: sus personajes son el resultado de un sistema carcomido en todos los niveles, incluso el político, aunque sea mirado de soslayo. Gran parte del mérito de Magnus Van Horn pasa por combinar elementos de horror y drama en un contexto histórico oscuro donde la narrativa expone irónicamente a la sociedad como el verdadero monstruo del relato.