Nosferatu
Reversionar una obra de culto como Nosferatu, pieza fundamental en la historia del cine y objeto de exhaustivos estudios fílmicos, constituye un emprendimiento de riesgos considerables. Tal empresa puede derivar tanto en resultados catastróficos —por su incapacidad para dialogar con el material original— como en una propuesta auspiciosa que se desmarque de las diversas opciones precedentes. La cinta dirigida por Robert Eggers se inscribe dentro de la segunda categoría. Su propuesta cinematográfica se fundamenta en los pilares del horror gótico, fusionándose con una aproximación histórica que combina rigor narrativo con cualidades estéticas considerables.
El argumento central explora el vínculo afectivo de carácter sobrenatural entre el Conde Orlok (Bill Skarsgård) y Ellen Hutter (Lily-Rose Depp), relación cuyo nexo trasciende las dimensiones temporales y racionales, operando como eje conceptual de la narrativa.
El vampiro de Eggers no solo encarna un ser enigmático, sino que funciona como representación del miedo a lo desconocido y de la represión del deseo ante el temor al juicio social. Ellen, consciente de la maldición que la persigue —una fuerza latente destinada a desatar el caos—, se entrega a la seducción onírica del conde para preservar la vida de su esposo, Thomas (Nicholas Hoult). Eggers construye así una dimensión erótica en una relación intrínsecamente imposible, que puede suscitar repulsión. Sin embargo, la grotesca apariencia de Orlok no diluye la potencia simbólica del vínculo: en esta dinámica de bella y bestia, el morbo emerge como una fuerza que domina, consume y, finalmente, destruye a sus protagonistas.
Un acierto clave de Eggers radica en la construcción del personaje de Skarsgård, interpretado como una entidad cadavérica de voz grave y resonancias ominosas. En contraste, el trabajo de Depp se basa en una representación que articula la degradación espiritual mediante referentes religiosos, ofreciendo la carne como vehículo de tentación y corrupción moral irreversible.
Técnicamente, el filme destaca por su rigor formal: recrea una atmósfera opresiva a través de paisajes sombríos y texturas asfixiantes. Resulta evidente (y no podría ser de otra manera) el diálogo intertextual con el expresionismo alemán, en particular durante el uso simbólico de la luz y la distorsión espacial. Además, los contornos angulosos y deformes de algunas locaciones reflejan la psicología alterada de Ellen, alineándose con su descenso a la oscuridad.
Ya es patente en el cine de Eggers su meticulosidad histórica y una narrativa que fusiona lo psicológico con lo sobrenatural. En La bruja (2015) y El faro (2019), explora la fragilidad humana ante fuerzas ancestrales, utilizando un ritmo pausado que acumula tensión mediante detalles simbólicos. En Nosferatu estos elementos se amplifican. La película promete una estética sombría manteniendo su enfoque en el horror existencial: el miedo no surge sólo de lo monstruoso, sino del desgaste de la cordura y la moral. Aquí, la ambientación medieval junto con una banda sonora inquietante, refuerzan la idea de un mal primordial e ineludible.
Eggers no requiere saldar deudas conceptuales con ningún ámbito creativo, menos aún necesita demostrar su valía en el terreno artístico. Por el contrario, su obra se consolida como un camino innovador que, en los últimos años, se posiciona como referente indiscutible dentro del cine de terror contemporáneo. Nosferatu, en este sentido, emerge como una obra valiosa no solo por su profundización en la mitología de un personaje arquetípico, sino también por reafirmar, a través de su ejecución, las capacidades de un director talentoso que va más allá de lo convencional mediante un enfoque estético y narrativo de primer nivel.