Un dolor real
Tras el fallecimiento de su abuela, los primos David (Jesse Eisenberg) y Benji (Kieran Culkin) emprenden un viaje desde Estados Unidos hacia Polonia con el objetivo de reconstruir los espacios geográficos y emocionales que habitaron la vida de su pariente antes del Holocausto. Lo que al inicio se plantea como una exploración genealógica adquiere una dimensión existencial al integrarse a un recorrido turístico centrado en la memoria del genocidio judío. La dicotomía entre los protagonistas —David, introspectivo y analítico, frente a Benji, extrovertido y propenso al sarcasmo como mecanismo de defensa— estructura la narrativa, generando una dinámica de tensiones y complementariedades que reflejan lo compleja que es la relación entre ambos. Eisenberg encapsula la introversión de David a través de miradas elusivas y un ritmo vocal entrecortado, mientras que Culkin despliega un timing cómico afilado, utilizando el humor negro como velo para sugerir la vulnerabilidad oculta de Benji. Esta contraposición no sólo enriquece el desarrollo de los personajes, sino que simboliza las múltiples formas de procesar el trauma histórico: el silencio reflexivo versus la verbalización irónica.
A medida que visitan campos de concentración, guetos y ciudades marcadas por las cicatrices de la ocupación nazi, la película —dirigida por el propio Eisenberg— trasciende el mero ejercicio memorialístico para indagar en cómo el pasado colectivo se entrelaza con las heridas individuales. En su doble rol como director y protagonista, Eisenberg imprime a David una contención casi documental, evitando el melodrama para privilegiar expresiones que delatan su conflicto interno. Culkin, por su parte, equilibra el carisma disruptivo de Benji con momentos de silencio que cubren fracturas emocionales. Un dolor real aborda, mediante un tono que oscila entre el sarcasmo y la introspección, cuestiones ontológicas: ¿De qué modo las narrativas familiares moldean nuestra identidad? ¿Es posible conciliar el legado histórico con las demandas del presente? El filme evita respuestas unívocas, privilegiando en su lugar una reflexión incómoda pero necesaria sobre la ética del recuerdo.
Uno de los riesgos narrativos que la cinta enfrenta —y del cual es consciente— radica en utilizar el Holocausto como marco para una historia íntima. Eisenberg elude la trivialización al centrarse en la “herencia silenciosa” del trauma, representada en la figura de la abuela, cuya historia se revela de manera fragmentaria. Al humanizar la experiencia histórica sin apropiarse de su monumentalidad, la película establece un diálogo entre lo micro y lo macro, subrayando que la memoria no es un archivo estático, sino un proceso en constante revisión.
Una escena clave ocurre durante una interacción con los otros turistas del tour, donde Benji, bajo los efectos del alcohol, desafía las convenciones sobre la identidad judía a través de comentarios desubicados. La escena —cargada de incomodidad— expone la necesidad de confrontar el pasado desde la vulnerabilidad. Culkin brilla aquí al modular su interpretación entre el histrionismo calculado y un patetismo genuino, logrando que el espectador simultáneamente rechace y empatice con su autodestrucción. Eisenberg, en contraste, responde con solvencia interpretativa: su David no juzga, pero cada movimiento facial —un parpadeo rápido, una mandíbula tensionada— traduce la vergüenza y complicidad fraterna. David, en su intento por mediar, da detalles de su relación con Benji: la coexistencia de afecto y resentimiento. Siempre ha vivido a la sombra de su primo, pero lo admira y lo quiere demasiado. Sabe que la vida adulta y contemporánea agobia a Benji porque su horizonte es incierto en todos los sentidos. Incluso, siendo David un padre responsable y un empleado trabajador no se siente seguro frente al futuro que le depara. Este episodio problematiza el papel del humor como posible herramienta de resistencia o, por el contrario, como barrera emocional.
Al negarse a ofrecer conclusiones reconfortantes, Un dolor real se inscribe en una tradición cinematográfica que, como Zona de interés (Glazer, 2023), exige una reflexión activa sobre la normalización de lo traumático. El filme cuestiona si el silencio constituye una forma de respeto o de represión, mientras explora cómo las cicatrices —tanto individuales como colectivas— definen los límites de la humanidad. Al entrelazar lo íntimo con lo histórico, Eisenberg propone que el dolor no es un obstáculo, sino un portal hacia la comprensión crítica del pasado.
En última instancia, la película funciona como un acto de resistencia contra el olvido, desafiando al espectador a interrogar cómo la memoria moldea su presente. Un dolor real trasciende el drama familiar para convertirse en un ensayo fílmico sobre la imposibilidad —y la necesidad— de cargar con el peso de la historia colectiva y personal.