María
La representación cinematográfica de los desenlaces trágicos en figuras públicas enfrenta un desafío inherente: la tensión entre la fidelidad a lo real —o su interpretación— y la tendencia a la glorificación. Más allá de las licencias creativas propias del género biográfico, que suponen riesgos como la distorsión histórica o la omisión de personajes clave en la construcción narrativa, estas obras alcanzan su eje crítico al equilibrar las aspiraciones artísticas con el rigor documental. Es en ese equilibrio donde reside la autenticidad discursiva de María.
Pablo Larraín aborda los últimos días de María Callas mediante una estructura que oscila entre el presente y el pasado. Por un lado, retrata a una mujer frágil pero indómita, empeñada en conservar el control de su voz en un contexto marcado por la decadencia personal. Por otro, reconstruye su historia a través de recuerdos fragmentados, donde las voluntades ajenas —desde lo que quería su familia hasta lo que deseaba el magnate Aristóteles Onassis— sistemáticamente eclipsaron las suyas. Esta dicotomía no sólo profundiza en su turbulento estado psicológico, sino que expone la paradoja de una vida pública dominada por la sumisión privada.
Para articular las dos dimensiones temporales, Larraín recurre a un elemento clave: la presunta adicción de Callas al Mandrax, un fármaco hipnótico-alucinógeno. Este recurso narrativo funciona como puente hacia un espacio donde la diva confronta espectros de su pasado —figuras familiares, la prensa intrusiva e incluso su propio y confundido yo— en un intento de resolver conflictos irreconciliables. La droga, más que un mero disparador, simboliza la búsqueda de escape y autoconocimiento en un mundo que espera mucho de ella, pero que la sobrepasa.
La película transita entre lo real y lo onírico sin delimitaciones claras, reflejando el deterioro mental de la protagonista. A través de secuencias que fusionan memoria y fantasía, el espectador vacila entre percibir lo real o lo imaginado. En este viaje, la fama se revela no como un triunfo, sino como una telaraña donde se entrelazan el dolor y la identidad perdida. Por otro lado, la utilización del blanco y negro para trasladar las aciones al pasado no solo ayuda a darle profundidad a los recuerdos, sino que muestra un mundo de glamúr donde la dirección de arte y el vestuario lucen en todo su esplendor.
María también funciona como un relato fantasmagórico de elegancia y dolor en el que Angelina Jolie brilla por su expresividad de mujer atormentada. La actriz transita con la mirada fija hacia un futuro de autodestrucción respaldado por un buen trabajo de maquillaje y peinado. La capacidad de Jolie para abstraerse la muestran, a la vez, en estados de vulnerabilidad y rebeldía que la potencian interpretativamente. Quizá las escenas de canto no sean las mejores en el desempeño global de su performance, aunque tiene muchas escenas memorables como cuando asiste a los cafés parisinos y confronta a sus fans en conversaciones donde Larraín expone sus propias ideas respecto a la relación que tienen los famosos con sus seguidores. A Jolie la acompañan de forma sostenida un reparto integrado por Pierfrancesco Favino y Alba Rohrwacher, en los roles del mayordomo y la ama de llaves de Callas. Lo llamativo de sus roles es que no están subordinados a las funciones accesorias de criados, sirven de catalizadores en la vida cotidiana de la cantante.
Sin duda, la película se imbuye en una atmósfera de tragedia irremediable. No es casualidad que las arias seleccionadas sólo sean comparsas del filme, funcionan como extensiones sonoras de su tormento interno. Como ya hiciera con las semblanzas de otras mujeres famosas -Jackie (2016) sobre la esposa de John F. Kennedy, y Spencer (2021), alrededor de la princesa Lady Diana-, Larraín trasciende el biopic convencional para ofrecer una reflexión relacionada a la mitificación cultural: un proceso donde la persona se diluye tras el icono, y la historia se convierte en leyenda.