Nickel Boys
Nickel Boys se erige como una apuesta cinematográfica que desafía los convencionalismos narrativos del cine contemporáneo. Esta síntesis podría definir el debut ficcional de RaMell Ross, cineasta estadounidense que adapta la laureada novela Los chicos de la Nickel (Premio Pulitzer 2020) de Colson Whitehead y que en 2018 ganó notoriedad con el documental Hale County esta mañana, esta noche. Ross emplea un enfoque singular al optar por la primera persona narrativa, recurso poco frecuente en el cine de denuncia social, mientras construye un relato onírico que trasciende el realismo de la propia historia. A través de un lenguaje metafórico y sensorial, el director invita -y reta- al espectador a transitar por los abismos de violencia física y psicológica sufridas en mayoría por jóvenes afroamericanos en una institución correccional de Florida durante los años sesenta.
El eje narrativo sigue a Elwood Curtis (Ethan Herisse), adolescente criado por su abuela en un entorno pobre e imbuido por el idealismo de los discursos de Martin Luther King Jr. Elwood es un estudiante destacado con aspiraciones universitarias, pero su vida colapsa al ser injustamente acusado de un delito. Por este motivo es recluido en la Academia Nickel, un reformatorio presentado como centro de rehabilitación para jóvenes “problemáticos” que conforme avanza la película revela su verdadera cara como máquina de opresión institucional. En este inframundo, Elwood entabla amistad con Turner (Brandon Wilson), compañero cuyos principios e ideas son muy distintas a las suyas. Sin embargo, la convivencia forzada y las experiencias de otros internos develan ante ambos las entrañas de un sistema diseñado para aniquilar antes que redimir.
La propuesta de Ross trasciende el relato histórico al tejer una reflexión estética sobre un ficcionado episodio que se caracteriza por sus momentos traumáticos. Su mirada en primera persona opera como testigo incómodo que cuestiona los límites de una tema duro: ¿cómo filmar lo traumático sin caer en el horror explícito? Ross propone un lenguaje visual poético donde los silencios elocuentes y las elipsis simbólicas componen un mosaico de humanización íntima frente a la maquinaria de la opresión.
Nickel Boys nos sumerge en las raíces de la segregación racial estadounidense sin caer en lecciones de historia o miradas nostálgicas. Elwood encarna a ese joven que cree en el sueño de igualdad de Martin Luther King Jr., pero choca contra un sistema que marca el color de su piel como delito. Su viaje —de la esperanza al desencanto— refleja cómo la justicia se doblega ante el racismo, incluso en lugares que fingen ser refugios, como el reformatorio Nickel.
Los rostros en primer plano que parecen querer escapar del encuadre, los detalles visuales mientras el fuera de campo sonoro intensifica los momentos más apremiantes o las voces que resuenan como pensamientos reprimidos, nos hacen sentir el aislamiento de Elwood. Por otro lado, hay algo poderoso y enigmático cuando Ross oculta el rostro del muchacho hasta la mitad del filme: es como si Elwood no existiera plenamente hasta que conoce a Turner, el compañero cínico que le muestra cómo sobrevivir en ese infierno disfrazado de escuela. Si bien ambos representan, psicológicamente, las dos caras de una misma moneda, podemos decir que los muchachos coinciden en su forma de resistir al mundo que los quiere quebrar. Repito, Ross no necesita mostrar violencia explícita para transmitir el horror. En lugar de ello y de manera inteligente recurre a planos sugeridos o movimientos aberrantes de cámara.
Nickel Boys es una gran película que destaca por su sensibilidad bajo la fachada de la experimentación audiovisual inmersiva y la narrativa fragmentada. RaMell Ross acierta en el intento de denunciar sin necesidad de acudir al mensaje estridente o caer en la repetición de la fórmula en que los desvalidos despiertan una frágil piedad. Nickel Boys no grita para dejarnos sordos sino para abrirnos la cabeza mientras tenemos el corazón en la mano.