Un completo desconocido
A priori, la sobreexposición mediática de Bob Dylan sugiere que cualquier nuevo material biográfico difícilmente aportará perspectivas inéditas sobre el icono musical. Eso es precisamente lo que sucede con el biopic de James Mangold que se concentra en un periodo específico: los primeros años del artista en Nueva York y su ascenso al estrellato antes de cumplir los 25 años de edad. El filme se enfoca en la figura del joven Dylan, quien, surgiendo aparentemente de la nada, conquistó de manera meteórica a un público ávido de un representante cultural en un contexto sociopolítico convulso. Sin embargo, Un completo desconocido —título que alude a su etapa de anonimato— no trasciende los relatos convencionales; aunque técnicamente sólida, la cinta carece de enfoques innovadores que permitan reinterpretar al músico más allá de los mitos ya consolidados.
Lo paradójico de Un completo desconocido reside en cómo logra transformar lo ya conocido sobre Bob Dylan en una narrativa ágil, evitando en buenas partes del metraje el peso del relato convencional. La película despliega secuencias visuales poderosas —un poco tramposas— y una estética que evoca con fidelidad la época retratada, ofreciendo un retrato fresco que acerca el mito a nuevas generaciones. Aún así, James Mangold no persigue el rigor documental de Martin Scorsese —visible en obras como No Direction Home o Rolling Thunder Revue, exploraciones profundas del impacto del artista en la cultura estadounidense— ni la osadía experimental de Todd Haynes en I’m Not There, filme que desafía las convenciones biográficas mediante una estructura fragmentaria y poética.
El enfoque de Mangold, en cambio, prioriza el entretenimiento accesible: su propuesta funciona como una puerta de entrada para quienes descubren a Dylan, especialmente los millennials curiosos que desean conocer la raíz de su leyenda y el entendimiento de su legado. Aunque carece de la ambición artística de sus predecesores, el filme cumple su rol como introducción didáctica a uno de los íconos más trascendentales del siglo XX, subrayando su relevancia en un contexto cultural contemporáneo.
Gran parte del gancho para atraer a las nuevas audiencias recae en Timothy Chalamet, actor de moda con gran arrastre entre las últimas generaciones de espectadores. Con todo y esto, la actuación del joven intérprete no es lo más destacable de la película; por el contrario, constituye un punto cuestionable, ya que su registro no difiere significativamente del que ha mostrado en otros roles anteriores (¿alguien dijo Duna?). Al Dylan de Mangold le falta el aura enigmática del verdadero Dylan: no bastan unas miradas desdeñosas o frases cargadas de soberbia para hacer creíble la imitación del compositor. A Chalamet, le falta barrio. Pese a esto, resulta llamativo que su interpretación no socave la intención del director: retratar a una estrella emergente que navega las dificultades hasta ser reconocida como una figura única. Hay películas que se salvan por la actuación de su protagonista. En este caso, la película no se echa a perder con la actuación de Chalamet, felizmente.
Un completo desconocido trasciende el protagonismo de Chalamet al sumergirse en los entresijos creativos de la era dorada de la música folk. El filme cobra fuerza cuando revive los procesos de grabación en los estudios de Columbia, reconstruye la relevancia histórica del Festival de Newport —epicentro de la canción protesta en los sesenta— y teje retratos íntimos de figuras clave como Joan Baez (Monica Barbaro), Sylvie Russo (Elle Fanning) y Pete Seeger (Edward Norton), personajes que encarnan los anhelos de una generación.
No obstante, el núcleo emocional reside en la relación entre el joven Dylan —ávido de identidad— y su ídolo, Woody Guthrie (Scoot McNairy), un titán olvidado que agoniza en la fría soledad de un hospital. Mangold retrata con sensibilidad la dinámica entre el aprendiz y el maestro: Guthrie se convierte en espejo de las ambiciones y vulnerabilidades del joven cantante. Es en estos encuentros donde la cinta se hace más íntima y eleva su dramatismo. A la vez, hace que el joven cantante se muestre como una fiera domesticada.
Un completo desconocido vale la pena desde el punto de vista biográfico —aunque Mangold se salte pasajes relevantes y tome licencias artísticas propias del género—. No se trata de un intento solemne ni glorificante de mostrar a un personaje con la estatura de un genio, sino de un recorrido por una época que reunió las condiciones para ver emerger a un artista único. Mangold opta por la accesibilidad y nos brinda una estampa pulcramente delineada, sin estridencias, del mito encarnado en Dylan.