Habilidad vs. suerte en las inversiones
A lo largo de mi carrera profesional he tenido la oportunidad de trabajar en el diseño de procesos de inversión para distintos tipos de inversionistas institucionales. Esto es, procesos orientados a la gestión de portafolios con diferentes objetivos, perfiles de riesgo, y horizontes de inversión. En tal sentido, un aspecto que siempre he considerado clave en estos procesos es la incorporación de controles y contrapesos relacionados a temas conductuales y, dado mi interés por este tópico, he revisado diversos libros que me han ayudado a entender mejor tanto los principales sesgos conductuales como la manera de abordarlos y/o gestionarlos. Ello con el objetivo de fortalecer el proceso de inversión y obtener resultados consistentes a lo largo del tiempo.
Un punto de partida para quien esté interesado en realizar esto son libros que detallen de manera simple los principales sesgos o problemas que suelen presentarse en la gestión[1]. Luego ya cada uno puede profundizar el análisis en aquellos aspectos que más le interesen o en los que aún no se encuentren incorporados en sus procedimientos. En esa línea, hace unos años encontré un libro que recomiendo a todo inversionista[2], el cual aborda conceptos relevantes para cualquier actividad que implique la toma de decisiones en un entorno de información incompleta y con un componente aleatorio.
Una de las ideas centrales del libro es que las decisiones de inversión (para aplicarlo al contexto de mercados) se basan en convicciones que, luego de ser implementadas, tienen un resultado. Este resultado a su vez depende tanto de un componente de azar (el cual no podemos controlar y se debe a variables aleatorias o a información que no teníamos al momento de la decisión) como de nuestra habilidad (la cual sí podemos trabajar y perfeccionar). Y lo clave aquí es tratar de entender, para cada uno de los resultados de nuestras inversiones, cuáles se dieron de una manera determinada principalmente por nuestra habilidad y cuáles se debieron mayormente a factores aleatorios (suerte, hechos inesperados, etc.). Solamente a través de este ejercicio minucioso es que uno puede corregir y calibrar adecuadamente sus convicciones y, por ende, mejorar sus decisiones. Esto cuidando de no atribuir indebidamente a habilidad los resultados buenos y al azar los malos. Suena sencillo, pero hay una serie de sesgos conductuales que dificultan este camino (exceso de confianza, autoservicio, razonamiento motivado, entre otros).
Un aspecto asociado a lo anterior es el “resulting”: nuestra tendencia a relacionar la calidad de una decisión con el resultado obtenido. En realidad, podemos tomar malas decisiones con resultados favorables o buenas decisiones con resultados adversos. Y por eso lo relevante de entender y revisar esta relación. Por ejemplo, muchas veces consideramos que una decisión en la cual las probabilidades estaban a nuestro favor (podría ser 80/20) fue mala solamente porque, por algún factor imprevisible, el resultado final cayó dentro de ese escenario de 20% de fracaso. Así, a pesar de que nuestro análisis haya sido correcto, terminamos cambiando un procedimiento robusto que generó una buena decisión pero que en dicha oportunidad obtuvo el resultado menos probable (pero que era parte del abanico inicial de posibilidades). Este tipo de ideas, junto a otros conceptos interesantes y al énfasis en la importancia del uso del lenguaje probabilístico para discutir escenarios, hacen de este libro una excelente fuente de consulta.
Mejorando la calidad de nuestras decisiones incrementamos nuestras posibilidades de obtener buenos resultados. Y el efecto acumulado en el tiempo de ser un poco mejores en la toma de decisiones puede, tal como en el caso del interés compuesto, implicar grandes diferencias en el resultado final.