Modelos híbridos en educación superior: mucho más que una cámara y un micrófono
Aunque son protagonistas de su oferta, la mayoría de las universidades chilenas ha fracasado en la implementación de los modelos híbridos. ¿La razón? Las instituciones se han enfocado en la tecnología y no en los usuarios.
Por Evelyn Córdova, consultora de Educación de Continuum.
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Comencemos con un ejercicio: busquemos las diferencias entre estas dos imágenes:
¿Les doy una pista? La imagen de la izquierda corresponde a una obra del pintor italiano Laurentius de Voltolina y representa una clase en la Universidad de Bolonia en el siglo XIV. La imagen de la derecha es una clase en una sala híbrida durante la emergencia sanitaria por el covid-19… en pleno siglo XXI en una prestigiosa universidad en Chile.
¿Encontraron las diferencias? No son muchas, ¿verdad? Más allá de la pantalla, el proyector, la cámara y unos cuantos micrófonos, no hay un gran cambio. Dramático, pero nada sorprendente. ¿Qué más podríamos esperar de un sistema que no ha sufrido grandes cambios (salvo muy pocas instituciones) desde su creación en la Edad Media?
Es importante entender — de inmediato — que comprar dispositivos tecnológicos y montarlos sobre estructuras obsoletas (físicas, mentales y organizacionales), no es un verdadero cambio. Además de un desperdicio de recursos, puede convertirse en una experiencia traumática para los usuarios (estudiantes y docentes) si no son tomados en cuenta.
El verdadero cambio es alterar las estructuras, sistemas, procesos y la cultura para que los estudiantes aprendan y los docentes enseñen. Y si no se busca que la tecnología afecte estos asuntos, solo se vuelve un elemento accesorio.
La (cuestionable) respuesta a una crisis
La pandemia provocó un terremoto en la educación y la respuesta de las universidades fue echar mano a los modelos híbridos, un concepto que parece nuevo, pero que tiene más de una década de desarrollo en el mundo.
Con el retorno presencial de los estudiantes — gradual y limitado por los aforos y las exigencias sanitarias — , la fórmula adoptada por la mayoría de las casas de estudios en Chile fue implementar pantallas, cámaras y micrófonos en las salas para impartir clases a los alumnos que están en el aula y a los que se encuentran en línea.
Los problemas aparecieron pronto.
En estos meses, he conversado con muchos docentes y todos me han dicho que, durante las clases, siempre llega un momento de frustración y cansancio, ese instante en el que se ven obligados a descuidar a los estudiantes que están presenciales o a los que están en sus casas.
Como no pueden despegarse de su escritorio donde tienen la pantalla y el micrófono para comunicarse con los alumnos en línea, los estudiantes que están en la sala se sienten excluidos. Y si se paran a escribir en la pizarra o se mueven por el aula, los que están en remoto tienen problemas para escuchar y ver lo que está haciendo el docente o hacerles preguntas por el chat.
Los profesores han tenido que multiplicarse, clonarse para resolver estas dificultades. Y no siempre con éxito. Incluso algunos les han pedido a sus propios estudiantes que se organicen para tratar de ayudar a los compañeros en casa.
Y eso nos lleva a situaciones que rayan en lo ridículo. Supe de un estudiante que alumbraba con la linterna de su celular al profesor para que sus compañeros lo pudieran ver bien en sus pantallas. Y otra estudiante debía hacerse cargo de un grupo de WhatsApp durante la clase para ir alertando al profesor sobre las necesidades (preguntas, problemas técnicos, etcétera) de los estudiantes en remoto.
Viendo el vaso medio lleno, si algo bueno se puede sacar de esto, es que estas experiencias han fomentado un trabajo colaborativo entre los estudiantes y los profesores con el fin de buscar soluciones. Pero no basta.
La experiencia termina siendo estresante, porque no hay un verdadero proceso de aprendizaje-enseñanza. Al final, los usuarios de estas salas ‘híbridas’ están más preocupados de que la tecnología funcione en vez de lo que importa: enseñar y aprender.
Pero la culpa no es de los modelos híbridos, porque lo que se ha implementado en Chile no son modelos híbridos.
Lo que tenemos, hay que decirlo, son salas (a medias) híbridas.
¿Cómo corregimos esto?
La verdad sobre los modelos híbridos
El sitio Blended Learning Universe (BLU), una iniciativa del Clayton Christensen Institute, define al modelo híbrido como “un programa educativo formal en el que el estudiante realiza al menos una parte de su aprendizaje en línea, donde puede ejercer cierto grado de control sobre el tiempo, lugar, ruta o ritmo del mismo. Mientras que otra parte de su aprendizaje se lleva a cabo en un espacio físico distinto a su casa y con algún grado de supervisión”.
En esta definición aparecen distintos elementos y dimensiones que se resumen en el esquema elaborado por Lea Sulmont, vicerrectora académica de la Universidad Privada Peruano Alemana (UPAL) y especialista en integración de tecnologías en educación.
Tenemos que considerar las dimensiones del tiempo (cuándo haremos qué cosas), espacio (dónde haremos qué cosas) y lo que Sulmont llama agrupamiento (qué cosas haremos individualmente y cuáles en grupo).
En cuanto al tiempo, hablamos de dos modalidades:
—Síncrono: todos los participantes están presentes, ya sea de forma presencial o remota, dedicados a realizar una misma actividad.
—Asíncrono: los estudiantes y docentes no coinciden, pero se dedican a trabajar en alguna actividad asignada en grupo o individualmente.
Cuando hablamos del espacio, los usuarios pueden estar presentes en un espacio físico (sala de clases física, laboratorio, etcétera) o en un espacio virtual (de forma remota). Y esta presencia puede ocurrir de manera síncrona o asíncrona.
Así llegamos al agrupamiento: cómo configuramos a los estudiantes para realizar las actividades, ya sea desde lo físico o lo remoto, de forma síncrona o asíncrona. Puede ser individual o grupal.
Entonces, no se trata simplemente de dividir las clases entre presenciales y online. Tampoco de decirle al docente que replique la estrategia didáctica que solía utilizar antes de la pandemia, pero esta vez mirando a una cámara y usando un micrófono para que el ‘público en casa’ lo pueda ver y escuchar bien.
La implementación de los modelos híbridos exige integrar las actividades presenciales con las que se realizan a distancia. Que sean coherentes. Y las tecnologías deberán usarse como una herramienta para acelerar los aprendizajes, más que como un simple canal para transmitir contenido.
El método tras los modelos híbridos
Implementar un modelo híbrido exige replantearnos nuestros modelos de aprendizaje-enseñanza para comenzar. Estos nos señalarán en qué tipo de tecnologías deberíamos invertir y cómo configurarlas en los espacios físicos de la universidad.
Debemos innovar en el modelo pedagógico, revisar la forma cómo enseñamos y entender cómo el estudiante va a aprender en ese contexto.
Recién cuando sepamos esto, viene la parte de preguntarnos cómo va a ser la sala de clases híbrida. Dicho de otra manera, la sala está en el último eslabón.
Las universidades primero tienen que pensar cómo manejan el tiempo, espacio y agrupamiento para enseñar a través de modelos híbridos.
Y eso es lo que no se hizo en Chile.
Salas híbridas a la chilena
La implementación de estos modelos — y por añadidura de las salas híbridas— en el país no ha tomado en cuenta esta necesaria coherencia e integración, ni la innovación curricular por donde debió empezar. En la mayoría de los casos, simplemente se optó por dictar las clases usando el mismo formato de antes para los estudiantes que están en la sala y los que están en su casa.
¿Recuerdan las salas híbridas que les mostré al principio? Al momento de equipar estas salas faltó algo: una investigación de usuarios o UX research.
Si a los docentes no les preguntaron, a los estudiantes menos.
Según el estándar internacional de una verdadera sala híbrida (que existe desde 2014 y fue planteado por John Bell y sus colaboradores), este paso es clave.
¿Quiénes y cómo van a usar esta sala? ¿Para qué cursos y clases se utilizará? ¿Cuántos estudiantes estarán presentes y cuántos a distancia? ¿Cuál será el rol del docente? ¿Cómo se desenvolverá en este espacio?
Cuando se tienen esas respuestas, viene la preocupación por la tecnología. Con ese resultado, puedes decir “voy a comprar estos micrófonos y los voy a poner acá, porque los estudiantes se sientan en este espacio y desde acá es donde van a hablar” o “voy a invertir en una cámara que siga el movimiento del profesor porque es fundamental que pueda desplazarse por la sala”.
Alguien podría pensar que las universidades se vieron entre la espada y la pared por la emergencia sanitaria. Y, por eso, no tuvieron tiempo para hacer una investigación de usuario e idear bien estas salas. Lamentablemente, esto no es cierto.
La verdad es que las decisiones pusieron el foco en la tecnología, los dispositivos y los proveedores.
Se olvidaron de los usuarios y de adaptar (metodológicamente) el proceso de aprendizaje-enseñanza a este modelo.
La excusa de la falta de tiempo ha sido recurrente entre las universidades. Sin embargo, hay casos recientes que demuestran que sí se puede hacer algo bueno sin tardar todo un año o un semestre.
A pesar de la contingencia y del poco tiempo para hacer los cambios, las universidades Andrés Bello y Mayor lograron tener las mejores salas híbridas dentro de lo que pudo hacerse en el contexto de la pandemia.
Estas aulas están concebidas y diseñadas desde los estudiantes y sus profesores. Se tomó en cuenta la didáctica que se aplicaría en el proceso de aprendizaje. En su diseño, las decisiones no solo pasaron por proveedores tecnológicos que no saben casi nada de la difícil tarea de enseñar, sino también por equipos multidisciplinarios formados por expertos en innovación académica y transformación digital.
El camino hacia un verdadero modelo híbrido
Avanzar hacia los modelos híbridos no implica reinventar la rueda. Desde hace años, existen estándares y guías que se pueden adaptar a los recursos disponibles en países en vías de desarrollo como el nuestro.
No solo la Universidad de Denver, la Universidad de Maryland y el MIT han implementado estos modelos; antes de la emergencia sanitaria, el Instituto Tecnológico de Monterrey ya lo había hecho en América Latina.
Para avanzar en este camino, las instituciones deben abrazar (como algo inevitable) la innovación en el modelo de enseñanza-aprendizaje. No puede ser un maquillaje, sino una innovación profunda que comience por cuestionar los paradigmas que persisten en todas las áreas de la universidad: académica, administrativa y estratégica. Cualquier intento que lo evite será infructuoso y solo traerá más bajas en la matrícula y mayor deserción.
Aquí entra en juego otro concepto clave: la necesidad de una Universidad Ágil.
Esta universidad está diseñada para la estabilidad y para el dinamismo; está preparada para adaptar sus planes iniciales y descubrir cambios en el entorno. Esta capacidad de iterar el cambio es el fundamento básico de una Universidad Ágil, que no espera dos años para hacer las modificaciones que el entorno demanda.
Como universidad puedes comprar la tecnología más sofisticada, puedes pedirle a una multinacional que diseñe algo genial para tu sala híbrida, pero si tu forma de trabajar y de pensar no es ágil, vas a seguir siendo la universidad en la pintura de Voltolina… y seguirás sacando al mercado profesionales cuyos conocimientos y habilidades ya estarán obsoletos antes de, incluso, encontrar su primer trabajo.
A esto lo llamamos la Ley de Moore en Educación, pero ese es tema para otro artículo.
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