Neveras y Mis 730 Suéteres de Dinosaurios. ¿Qué es Valor?
Hace unos años fui de excursión con un par de amigos a un alejado, frío y casi inhóspito pueblito en las alturas de los Andes peruanos. De muy difícil acceso, la ruta era tan estrecha, agreste y empinada que no podía ser recorrida por vehículo motorizado alguno. Para llegar al sitio se debía andar un par de días a lomo de mula, a caballo o literalmente a pie (yo mismo llegué completamente descalzo al lugar porque mis botas modelo Indiana Jones[1] sucumbieron, partiéndose en tres, durante el escabroso trayecto). Lo cierto es que el colosal tamaño de las montañas que rodeaban la villa, la sinuosa vía de lodo y piedras, los mortales abismos, las llamas, alpacas, perros, ovejas y todos los demás cuadrúpedos del lugar se entremezclaban al unísono y en provinciana armonía develando un impresionante y surrealista paisaje que ni el propio Dalí hubiera sido capaz de plasmar con su pincel.
La acogedora hospitalidad y las costumbres de la población nos obligaba a visitar todas y cada una de las casitas de este hermoso paraje en señal de agradecimiento, recorrido que hicimos de muy buen agrado mientras las masas nos vitoreaban tal cual fuéramos el mismísimo santo patrono del lugar cuando es llevado en hombros durante su anual procesión de Semana Santa.
En cada parada éramos invitados a degustar voluntariamente sendos potajes que preparaban las mujeres en rústicas cocinas que se hallaban fuera de sus viviendas. Debo confesarle al lector que después de la primera docena de casas visitadas, varios kilos de camote, papa, quinua, olluco, carne de res y otros alimentos y bebidas de apariencia y sabor totalmente desconocidos corriendo por nuestro torrente sanguíneo, la situación se volvió, por decirlo en términos muy diplomáticos, extremadamente involuntaria.
Lo interesante de esta historia es que en el ambiente principal de cada vivienda había una refrigeradora o nevera que los lugareños ostentaban como símbolo de estatus. A más grande y moderno el aparato, más hectáreas de tierras de cultivo o más cantidad de cabezas de ganado tenía el propietario del predio en cuestión. Especulo que a falta de pistas y espacios como para estacionar un vehículo último modelo fuera de la casa (o fuera de la casa del vecino como para que éste se revuelque de envidia), los pobladores habían escogido como sustituto y conspicua prueba de éxito económico la completa línea blanca de algún fabricante local de neveras. Más curioso aún es que el pueblo, desde su fundación (y sólo Dios sabe cuándo sucedió esto), nunca había contado con energía eléctrica. Por las noches, la iluminación corría por cuenta de la luna, las estrellas y de algunas lámparas de petróleo que estaban esparcidas por toda la vecindad porque la única linterna del lugar hace rato había quemado su último foquito.
¿Por qué, los pobladores de este pintoresco pueblito compraban refrigeradoras si sus viviendas no contaban con electricidad? La respuesta se puede resumir en una sola palabra: valor.
El valor y la novedad son los dos componentes de toda innovación[2]. El valor es la “utilidad” que encuentran los consumidores en los objetos, bienes o servicios. Si un producto o servicio no es útil para el consumidor entonces no tiene valor en el mercado. Lo interesante es que esta utilidad no necesariamente es de índole material. La utilidad puede ser funcional u objetiva, como aquella que proporciona una nevera (de las que si funcionan) cuando mantiene nuestros alimentos a una temperatura adecuada; o simplemente emocional o subjetiva, como la que percibe quien compra una refrigeradora para colocarla en la sala de su casa y utilizarla únicamente como símbolo de estatus y éxito.
Toda transacción de negocios es un intercambio de valor. El productor ofrece valor en la forma de un bien o servicio y el consumidor retribuye valor en la forma de dinero. El consumidor evalúa permanentemente el valor que para él tienen los bienes y servicios que hay en el mercado para luego compararlos con el valor que el fabricante pide en retribución. Cuando ambos coinciden, hay una simetría de valor y se produce la transacción. Así de simple.
Por el lado de la oferta el valor siempre se mide en dinero, mientras que por el lado de la demanda el consumidor tiene más de una forma de medir el valor. Éste mide o evalúa el valor por el tiempo de vida del servicio o producto, como por ejemplo, por la duración de una batería para su teléfono; por la cantidad de producto o servicio que recibe, como por ejemplo, cuando usted se matricula en 30 sesiones intensivas de zumba creyendo que va a eliminar esos 40 kilos que tiene de más sin la necesidad de someterse a una lipoescultura; por los resultados, como por ejemplo, cuando le paga al mecánico por arreglar el motor de su automóvil; o por las expectativas, como por ejemplo, cuando usted compra todas las semanas un billete de lotería (por más que nunca en su vida haya ganado ni un tofi) .
Ahora bien, lo más importante es que para que algo tenga valor debe estar necesariamente en contacto con el mercado. Una idea no tiene valor alguno hasta que se convierte en producto o servicio. Sin embargo, nada garantiza que el producto o servicio lanzado al mercado vaya a ser de valor para el consumidor. Si no me creen, pregúntenselo a mi abuela.
No recuerdo como llegó a sus manos pero un buen día mi abuela estrenó su primera y última máquina de tejer. Ésta era un artefacto con toda la apariencia de una nave espacial, con doble pedal y cinco velocidades y que además incluía decenas de botones, pequeñas palancas y luces de colores que se prendían y apagaban dependiendo de la función que el usuario estuviera utilizando.
Ya en el afán de hacer dinero, la simpática viejecita decidió diseñar suéteres o chompas para niños que creía se venderían en invierno como si se tratará de pan caliente (del que sale a las 6 de la mañana). Colocando los pies en los pedales, moviendo palancas y botones, tal cual estuviera conduciendo un Fórmula Uno sin casco, licencia, ni cinturón de seguridad, mi abuela se balanceaba de un lado al otro de su asiento mientras producía, sin pausa, cantidades industriales de los modelitos en cuestión. Y aunque ella creía que sus diseños causarían sensación en el mercado, lo cierto es que nadie le compró un solo suéter. Mi madre en un acto de bondad finalmente terminó por comprarle toda la producción. Como colofón de esta historia mi abuela colgó la mentada máquina y nunca más volvió a tejer (porque unos meses después, ella también colgó los tenis).
Los suéteres de mi abuela nos demuestran que no importa lo atractivo, bueno o maravilloso que usted crea que es su producto o servicio, la única sentencia que determina su permanencia en el mercado es la que emite ese juez llamado consumidor. Por esta razón, el valor es un concepto relativo: no todos le damos valor a las mismas cosas en igual magnitud. Mi abuela le dio enorme valor a sus diseños y prendas pero de nada le sirvió, porque el mercado tuvo una opinión muy diferente.
El valor es un concepto temporal: si usted está sediento en extremo, un vaso con agua le será muy valioso e incluso estará dispuesto a pagar por él; sin embargo, una vez saciada su sed, ese mismo vaso carecerá de utilidad para usted. Ahora bien, no podemos confundir el concepto valor con el concepto precio. No son sinónimos. El precio es solo una forma de medir el valor de un bien o servicio desde el punto de vista económico. Además, no por ser más caro un bien es más valioso. Un taxista le dará mayor valor a un automóvil Volkswagen que a un Ferrari a la hora de elegir su herramienta de trabajo. Por último, hay quienes confunden el valor con la calidad. Esto no es correcto. La calidad es inherente al producto, el valor en cambio es inherente a lo que percibe el consumidor.
Casi lo olvidaba. Hay una parte de la historia de los suéteres que aún no he develado. Las prendas que compró mi madre fueron a parar directamente a nosotros, sus hijos, como una especie de herencia anticipada de la abuela. A cada uno de los hermanos le tocó la friolera de unos 730 suéteres, lo que equivale, en aritmética simple, a una provisión diaria de prendas con espantosos diseños de dinosaurios, pulpos y caballitos de mar por los próximos dos años (sin contar años bisiestos). Lo que mi madre no sabía es que para un niño de 6 años es peligroso salir a jugar vestido con un suéter de dinosaurios porque en el parque hay niños más fuertes y más grandes que uno a los que no les gusta en absoluto el tema jurásico. Los diseños de la abuela me costaron algunas palizas hasta que crecí lo suficiente como para cambiar de talla y decirle adiós para siempre a los ridículos dinosaurios de colores.
Un último detalle. No puedo asegurar si fue o no coincidencia, pero durante ese crudo invierno mi mamá modificó uno de los suéteres de la abuela y se lo puso de abrigo a nuestro perro Firulais. Esa misma noche el can se fugó de la casa y nunca más tuvimos noticias de él.
[1] Para casos como estos, en los que las condiciones del camino son difíciles e impredecibles, yo recomiendo utilizar las botas Indiana Jones pero las tipo Safari que ahora vienen con punta de acero y suela de caucho doblemente reforzado.
[2] Innovar, en el contexto empresarial, es el acto de crear y validar un concepto de negocios. En este artículo voy a escribir acerca del “valor”. Dejaré el tema de la “novedad” para una próxima entrega o para cuando tenga ganas.
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