Galletas de animalitos y bolsas de plástico. Cómo arruinarle la experiencia a un consumidor.
Cuatro cosas hice en mi niñez con encomiable regularidad: meter tijeras al tomacorriente[1], hablar con paredes e insectos, romper todo lo que tocaba con mis manos y comer galletas de animalitos. Aunque, ya dejé de hacer las tres primeras, asumo por falta de tiempo, las galletas de animalitos continúan siendo mi amor platónico desde el punto de vista gastronómico.
De pequeño me deleitaba y entretenía imaginando cuál de todos los animalitos sería el próximo en salir de mi caja de galletas. ¿Será acaso el fiero e indomable león o el enorme y majestuoso elefante? Ante mi boca desfilaban rinocerontes, jirafas, hipopótamos, gorilas y un sinfín de formas que remembraban a la salvaje fauna de la selva tallada en harina, levadura, mantequilla y azúcar. Comer galletas, en aquel entonces, era un sabroso ritual[2]; una deliciosa experiencia para la vista, el olfato, el gusto y la imaginación.
Hoy todo ha cambiado. Las galletas de animalitos ya no son lo que solían ser. Las jirafas ya no parecen jirafas y los leones tampoco se ven como leones. Por el contrario, las galletitas han asumido una amorfa apariencia que se asemeja, en mucho, a las manchas de Rorschach, aquella técnica proyectiva que se utiliza para evaluar la personalidad. Adivinar ahora cuál es el animal que me llevaré a la boca es como interpretar manchas en medio de una evaluación psicológica:
“Oh, pero si esta galleta me hace recordar como gesticulaba mi profesor de gramática cuando preguntaba, en voz alta, la diferencia entre el oxímoron, la anáfora y el hipérbaton…”
Y, aunque se sigue utilizando la misma receta de antaño, las galletas de animalitos ya no saben cómo antes. Lamentablemente, los fabricantes aún no se enteran que el sabor es la suma de una serie de experiencias y no únicamente aquella que proviene del sentido del gusto.
Ya ni los elefantes parecen elefantes
¡Yo protesto! En aras de la eficiencia, la disminución de costos, las economías de escala y otras tonterías, los fabricantes de galletas han amputado la zoomórfica experiencia de reconocer e identificar a todos los animalitos de la caja. ¡Ahora, uno ya no puede ser niño ni siquiera de grande! Yo me pregunto: ¿qué parte de la frase “galletas de animalitos” no habrán entendido estos señores?
Al igual que usted, yo también he tenido experiencias desde que estaba en el vientre de mi madre. Aunque el término “experiencia del usuario” o “UX” es relativamente nuevo, desde tiempos inmemoriales, usted, mi vecino de al lado, mi perro[3] y yo hemos tenido miles de experiencias como usuarios, como clientes y como consumidores (CX).
Entonces, no se deje engañar, la “experiencia” como tal siempre ha existido, lo único nuevo aquí es el término que hoy se utiliza con obscena frecuencia, un par de nuevos libros en inglés y el recientemente inventado puesto de “jefe de diseño UX[4]” al cual usted acaba de postular (y, sin el ánimo de convertirme en pájaro de mal agüero, si ya pasaron más de tres semanas desde que aplicó para el cargo y aún no lo llaman, es porque el puesto ya se lo dieron a otro…oops!).
Pero diferenciar entre la experiencia del consumidor, la experiencia del usuario y la experiencia del cliente es, por decir lo menos, mezquino y discutible. En todo caso, quienes tienen experiencias con las marcas, con los productos y con los servicios son siempre las personas (con el perdón de mi perro al cual excluiré de este artículo pese a sus protestas, rabietas y reclamos).
Toda empresa, sin importar su tamaño o el rubro en el que está, debería honrar la “experiencia de las personas”. Pero, esto casi nunca ocurre así. Hace unos meses, se quemó el bombillo del faro delantero de mi jeep. En compañía de mi perro, conduje hasta Sears para reemplazarlo (si, ya sé que no iba a volver a mencionarlo pero él insistió). El cambio costaba $80.62 dólares. Entonces y a punto de cerrar la transacción, hice lo que el común de las personas hace hoy en día antes de comprar: tomar un par de minutos frente a la caja registradora para buscar una mejor opción por el Internet.
Mi perro Drako. A él también le encantan las galletas de animalitos.
Para mi sorpresa, encontré que, a solo 5 millas de distancia, un representante de Chrysler, el fabricante de mi automóvil, vendía el mismo bombillo y hacía el mismo servicio por solo $28.34 dólares. ¡Casi un tercio del precio que la tienda quería cargarle a mi tarjeta de crédito! Me sentí engañado y muy enojado. Desde entonces, mi perro, todas sus pulgas y yo nos hemos hecho la promesa de no regresar a Sears jamás.
Las facturas de Sears y Chrysler
Al igual que otras grandes cadenas minoristas, Sears, cuyo lema es “La Vida. Bien gastada”, ha ido reduciendo su inversión en bienes raíces y puestos de trabajo, además de cerrar decenas de tiendas, como consecuencia de una disminución sustancial de su base de clientes. Por otra parte, la empresa ha invertido cientos de millones de dólares en adaptar sus procesos a la tan mentada transformación digital pero, pese a todos estos cambios, sus ingresos siguen cayendo. Usted saque la cuenta del porqué.
Buena o mala, la experiencia de las personas ocurre, en muchas ocasiones, lejos de los ojos del fabricante, como es el caso de las galletas de animalitos. En otras situaciones, esta experiencia sucede incluso fuera del ámbito de control del negocio, como lo acontecido con el bombillo; fue el precio de una tercera empresa y no el de Sears el que determinó mi amarga experiencia y mi decisión de abandonar a esta última. Incluso, a veces basta un simple y muy pequeño detalle para desencadenar una experiencia inolvidablemente amarga, una como la que narro a continuación.
Nunca antes me había percatado de cuán difícil puede ser comprar un par de kilos de naranjas hasta que tuve que embolsarlas por mí mismo. Debo confesarle al lector que hay ciertas habilidades manuales que me han sido vedadas desde el mismo momento de mi nacimiento: hacer figuritas de origami, armar barquitos de papel y abrir bolsas de plástico en el súper mercado.
No tengo la habilidad para hacer figuras de origami ni barquitos de papel.
Usualmente, compro fruta que ha sido previamente empaquetada por alguno de los empleados del establecimiento. Esto convierte mi experiencia de compra en algo fácil y manejable en términos de tiempo y comodidad. Pero hace unos días, el gerente de Albertsons, un supermercado que está cerca de mi casa, aquí en California, decidió no embolsar la fruta para aprovechar el tiempo de sus empleados en otras tareas.
Al llegar a la sección de naranjas y enterarme de la mala nueva, cogí con actitud estoica una bolsa de plástico, de esas en las que uno nunca sabe cuál es el extremo que se abre y cuál es el extremo que no. Como para abrirlas no hay manual escrito (al menos no lo he encontrado en Amazon), decidí seguir mi intuición que probó, para estos casos, ser tan útil como una corbata floreada lo sería en una playa de nudistas.
Primero, intenté agarrar a la bolsa por sorpresa, desprevenida y por la espalda. Con bruscos y firmes movimiento en zigzag y utilizando mis muñecas, manos y dedos, traté de apartar sus extremos. No resultó. Acto seguido, arrugué repetidamente sus bordes, no estoy seguro si eran los de arriba o los de abajo, pensando que esto doblegaría su voluntad y haría que sus lados se separen, pero ésta no se dio por vencida. Entonces, la soplé para meter aire dentro de ella, pero recordé enseguida que tampoco tengo la habilidad para inflar globos de cumpleaños. La bolsa no se inmutó. Me di cuenta que me enfrentaba a un formidable enemigo de una voluntad férrea.
Ya en el afán de terminar con el bizarro y circense espectáculo que la bolsa y yo estábamos ofreciendo, gratuitamente, a todos los empleados, clientes y curiosos que se habían congregado en la sección de frutas de la tienda, decidí entablar una última y frontal pelea cuerpo a cuerpo o, mejor dicho, cuerpo a bolsa con el polímero en cuestión. Solo después de varios minutos de ardua batalla, asomó como ganador el más fuerte y perseverante de los dos: la bolsa.
El campo de batalla. La sección de frutas de Albertsons
Completamente frustrado, en ese momento, decidí hacer dos cosas: primero, cambiar el jugo de naranjas por el de papaya (dicen que este último tiene más vitaminas que el primero y además no necesita embolsarse) y segundo, no volver a comprar en Albertsons hasta el día que tenga que reunirme con mis ancestros.
Hace unas semanas, en Seattle, un alto ejecutivo de Amazon me comentaba que el problema de muchas corporaciones es creer que “UX”, o la “experiencia del usuario”, es un puesto o un departamento al interior de la organización. Más aun, afirmaba que, tal cual lo ve su empresa, la experiencia del usuario no tiene que ver con la programación de un software, el diseño de automóviles o la ergonomía. La experiencia del usuario, para ellos, es lograr satisfacer a toda persona que tenga algún tipo de contacto con sus productos y servicios sin importar que ésta sea o no su cliente. No dudo que este mindset ha sido determinante para que Amazon llegue a tener un valor de mercado[5] mayor al de Walmart, Target, Best Buy, Sears, JCPenny, Nordstrom y Macy’s… ¡todos ellos juntos!
No es posible medir el desempeño del cliente en términos de lealtad, valor de vida y otras métricas, que devienen en absurdas si, por las malas experiencias, usted se queda sin ellos. El establishment[6] empresarial ha aceptado una versión nueva pero muy limitada de lo que es y de cómo cuidar esta experiencia de las personas y al hacerlo ha preferido las sólidas e indestructibles estructuras del Titanic en vez de navegar en el Arca.
Estimado lector, continuaría escribiendo pero ya me aburrí. Además, debo analizar minuciosamente una galleta de animalitos que acabo de extraer de mi caja. ¡Ya sé! esta mancha me hace recordar cuando yo…..
[1] Meter tijeras a los tomacorrientes no solo constituye una experiencia literalmente electrizante, también puede ser muy peligroso para la salud. No se lo recomiendo. Por otra parte, hacerlo, desde el punto de vista estético, también tiene sus bemoles. Además de terminar rostizado, usted puede acabar estrenando un peinado al mismo estilo de The Jackson 5.
[2] Este ritual comenzaba comiendo las patitas de cada galleta y terminar por llevarse a la boca la cabecita del pobre animal.
[3] Mi perro es todo un consumidor. A él también le encanta comer galletas de animalitos pero nunca me acepta las que tienen forma de perro por una cuestión de principios.
[4] Aunque el término fue introducido por un diseñador no significa la experiencia del usuario pertenezca únicamente al campo del diseño o sea útil solo cuando se habla de cuestiones ergonómicas.
[5] Según el portal Visual Capitalist.
[6] Si no sabe lo que esto significa, búsquelo en Google.