Yo, el impopular. ¿Por qué la empatía no funciona para innovar?
En diciembre, mi colegio organizaba un concurso para elegir al más popular de los alumnos. El ganador se llevaba como premio una hermosa pelota de futbol marca Adidas. Para tal fin, cada uno de los estudiantes debía escribir el nombre de tres de sus mejores compañeros en un trozo de papel. Quien fuera el más votado sería reconocido como el más popular del plantel y, de paso, se haría con el redondo trofeo. Por años, siempre lo mismo, obtuve la menor votación del plantel que no alcanzaba ni para el premio consuelo: un miserable álbum de cromos con las estrellas de fútbol del momento (de esos que se pegan con goma y de los que la editorial que los fabrica nunca hace la última figurita). No tengo duda, yo era el más impopular niño de la escuela.
Eso de seguir los designios del grupo o el sentir colectivo nunca ha sido mi fuerte y tampoco sé cómo se hace. Será por el Asperger, supongo. En todo caso, alinearme con el pensamiento de la mayoría es para mí tan difícil como subir un piano de cola Steinway por una escalera de caracol. Aunque soy aquel voto que evita la unanimidad, reconozco que opinar como lo hace el grupo tiene grandes incentivos sociales como, por ejemplo, el ser aceptado por cada uno de sus miembros y convertirse en parte de la tribu con todo y derecho a voto. Yo, simplemente, he renunciado a estos privilegios.
Pero, lo peligroso del pensamiento mayoritario es que nos da una equivocada sensación de certeza que no ponemos en tela de juicio. En 1951 el Solomon Asch, pionero de la psicología social, hizo un experimento en el que se mostraba a los participantes el dibujo de tres líneas cada una notoriamente más grande que la otra. El grupo había sido mezclado con personas del entorno de Asch que tenían como instrucción seleccionar la línea más pequeña cuando éste pidiera que se señale la de mayor tamaño. Pese a que la respuesta correcta era evidentemente visible, el 75% de los participantes dio la incorrecta por seguir la que había dado el grupo comandado por el psicólogo.
Este asunto de la innovación tiene muchas líneas largas que la gente ve como muy cortas. Una de éstas es la empatía. Entiendo que ir contra el pensamiento de la mayoría lo vuelve a uno impopular. Pero ni modo, es la historia de mi vida. Hoy no será diferente porque he escrito uno de esos artículos por los cuales tendré que seguir comprando mi propia pelota.
Casi se ha vuelto un cliché afirmar que es necesario crear lazos de empatía con el consumidor como paso previo a la ideación de nuevos e innovadores conceptos de negocios que lo satisfagan. De acuerdo con este enunciado, la empatía actúa como “gatillo de la creatividad” que a su vez constituye uno de los dos pilares de toda innovación. Sin embargo, por más popular que lo sea, dicha aseveración no es del todo correcta. En todo caso, su validez dependerá de lo que usted entienda o no por innovación.
“Tal cual, la innovación no incrementa o añade valor, la innovación crea nuevo valor”
Innovar es crear (por el lado de la oferta) y validar (por el lado de la demanda) una nueva idea de negocios. Por definición, crear es producir algo que no tiene antecedente alguno en el mercado. Bajo esta noción, las mejoras -que algunas personas llaman coloquialmente “innovación incremental”- no son innovaciones porque aquellas se construyen añadiendo valor a algo que ya existe. Tal cual, la innovación no incrementa o añade valor, la innovación crea nuevo valor.
Surge, entonces, un primer dilema: ¿dónde termina una mejora y dónde comienza una innovación? Si para innovar hay que pensar diferente, la respuesta a esta pregunta está en los paradigmas de la industria, es decir, en el pensamiento plural que demarca el cómo los productores ofrecen determinados bienes y servicios para satisfacer una necesidad específica y el cómo los consumidores aceptan estos productos para satisfacer esa misma necesidad. Estos paradigmas actúan como una camisa de fuerza o límite racional que condiciona todas las decisiones de producción y consumo que se dan dentro de un sector.
Las mejoras generalmente caen dentro de estos linderos racionales. Las innovaciones, en cambio, se encuentran fuera de ellos. Tal vez ésta sea la más importante diferencia entre la una y la otra. La innovación se halla en la zona de “lo que nunca nadie ha hecho” y del “cómo nunca nadie lo ha hecho”. Para innovar dentro de una industria, entonces, es necesario pensar fuera de ella. Lamentablemente, el sistema de recompensas y castigos de la mayoría de las empresas está diseñado para que la mente del trabajador no se aparte jamás del “core” del negocio. Por ende, abandonar sus fronteras mentales es tan difícil que la mayoría de disrupciones son provocadas por outsiders.
“La innovación se halla en la zona de lo que nunca nadie ha hecho y del cómo nunca nadie lo ha hecho”
Ahora bien, si se pudiera dividir la innovación en dos ejes estos serían: el de la novedad lanzada por la oferta y, el del valor que otorga la demanda al nuevo concepto de negocios. Cada uno de estos dos ejes ofrece su propia aproximación para iniciar el proceso innovador.
Contra lo que pregona la sabiduría popular, la novedad y el valor no viajan juntos. Por el contrario, hay una relación inversa entre ambos conceptos y esto debido a que el cerebro humano está diseñado para aceptar lo conocido y rechazar lo que no lo es. Muchos de ustedes no cambiarían su mañanera taza de café por una bebida cuyos ingredientes y procedencia desconocen. La curva de adopción de la innovación está íntimamente ligada con esta premisa. Los primeros dos segmentos que Rogers bautizó como los “innovadores” y los “adoptadores tempranos” son los más permeables a la hora de adoptar ideas desconocidas y originales pero no es suficiente con ellos para hacer comercialmente viable un producto singular. El grueso del mercado rechaza las nuevas ideas no por ser malas sino más bien porque justamente son nuevas y al serlo es difícil que entiendan su utilidad y le den valor. Las personas prefieren lo que le es familiar. Si fuera el dueño de una empresa y tuviera que elegir entre dos candidatos totalmente desconocidos, uno de los cuales tiene un gran parecido físico con su primo favorito, seguramente usted se inclinará por éste último y le dará el puesto vacante.
“El grueso del mercado rechaza las nuevas ideas no por ser malas sino más bien porque justamente son nuevas y al serlo es difícil que entiendan su utilidad y le den valor”
En todo caso, la llave maestra que define el éxito o el fracaso de la introducción de un producto innovador al mercado está en entender que la mente del consumidor está más dispuesta a mantener una idea o creencia familiar que aceptar una nueva y desconocida que se oponga a la primera.
Cuando el proceso de innovación se inicia centrándose en el consumidor (eje del valor), es natural que el concepto creado suela parecerse a los que actualmente existen en el mercado. El producto final contendrá mucho valor pero poco o ningún grado de novedad. Como punto a favor, la aproximación centrada en el consumidor minimiza el riesgo de ser rechazado por el mercado. Con la empatía como detonante de la creatividad, usted introducirá con éxito un detergente que no maltrate la ropa interior masculina pero le será muy difícil crear unos calzoncillos que nunca se ensucien.
Aunque todo método de innovación tiene una etapa de ideación, la mayoría de éstas no concluye con una idea novedosa. Empatizar con el consumidor no lo hará a usted más creativo al momento de idear potenciales alternativas. Por el contrario, conocerlo a profundidad hará que sea consciente de lo que para aquel tiene o no tiene valor. Esto es justamente el problema de este tipo de aproximación. Si el consumidor le da valor únicamente a lo que comprende y conoce, usted tendrá pocos incentivos para ir más allá de las fronteras de lo que el mercado acepta como lógico y racional. Por esta razón, centrarse en el consumidor suele mejorar incrementalmente los productos que ya existen.
“Con la empatía como detonante de la creatividad, usted introducirá con éxito un detergente que no maltrate la ropa interior masculina pero le será muy difícil crear unos calzoncillos que nunca se ensucien”
Si hubiéramos querido empatizar con los usuarios de carretas del siglo XIX y en base a ese vínculo hubiéramos tratado de idear una solución a la lentitud del transporte de esa época, seguramente hubiéramos sugerido aumentar el número de caballos, pero no hubiéramos salido de los límites racionales de aquella industria creando, por ejemplo, una carreta que no los necesite. En la mente del consumidor la ausencia de estos animales significaría un vehículo sin movimiento. ¡Qué interesante! Cuando, en las postrimerías del mismo siglo, Karl Benz creó su Motorwagen lo comercializó como una carreta que no necesitaba caballos.
Hay otro detalle. Para idear un concepto novedoso lo primero que se debe hacer es tener pleno conocimiento de los que ya existen en el mercado. Obviar este paso sería como disparar al aire con los ojos vendados y esperar que le caiga un faisán en las manos. No es posible crear algo nuevo sin conocer previamente todo lo que ha sido creado con anterioridad. Suena a sentido común pero no es nada común hacerlo. Tener a la mano un inventario de lo que ya existe en el mercado es lo único que evitará que lo producido en la etapa de ideación no sea más que una simple redundancia. La aproximación centrada en el consumidor omite este paso.
Ahora bien, cuando el proceso de innovación se inicia centrándose en el productor(eje de la novedad), buscando los vacíos o espacios vacantes que existen por el lado de la oferta el concepto creado suele ser diferente a todos los que ya existen en el mercado. Esta aproximación obliga a encontrar el común denominador de los productos que ya se ofrecen en él.
“No es posible crear algo nuevo sin conocer previamente todo lo que ha sido creado con anterioridad”
Un ejemplo muy sencillo: la industria de las lavadoras domésticas tiene como común denominador el uso del agua para el proceso de lavado, la industria de las aplicaciones tiene en común el uso del Internet para funcionar y la industria de las cubetas de hielo requiere que éstas se mantengan dentro de una congeladora para producirlo. Una vez detectados los principales paradigmas solo hay que salir de su territorio. Así podríamos crear una lavadora doméstica que no utilice agua para hacer su trabajo, una aplicación que pueda ser utilizada aún cuando no haya conexión al Internet y una cubeta de hielo que congele sin necesidad de estar dentro del refrigerador o conectada a un tomacorriente. Esta aproximación garantiza que la idea producida sea diferente a las que ya existen en el mercado.
Aunque la aproximación centrada en el productor maximiza el potencial de novedad, minimiza a su vez las probabilidades que el objeto engendrado sea inicialmente valioso para el consumidor. Esto último, explica el porqué un sinnúmero de conceptos singulares no pasaron de ser simples invenciones y el porqué grandes innovaciones como el automóvil y la televisión recibieron el rechazo inicial del mercado. Así, una lavadora doméstica que no utilice agua podría generar rechazo tomando en consideración que la mente del consumidor asocia el uso del líquido elemento con la limpieza.
Ahora bien, una nueva idea de negocios centrada en el productor no genera automáticamente su propia demanda. En otras palabras, nace sin mercado (y a veces muere sin él como ocurre con las invenciones). Por eso la impopularidad y desconocimiento acerca de esta aproximación. La gente prefiero lo seguro y conocido. Como lo expresa Christensen, en “The Innovator’s Dilema”, al referirse a los disk drive de 1.8 pulgadas, una innovación disruptiva nace sin mercado de consumidores, porque al menos en un inicio no hay quien la entienda o valore. Cuando nació el televisor nadie lo necesitaba ni le daba valor, obviamente porque nadie entendía su utilidad.
“Ahora bien, una nueva idea de negocios centrada en el productor no genera automáticamente su propia demanda. En otras palabras, nace sin mercado”
Aquí hay de dos sopas. Aunque ambas aproximaciones tienen sus ventajas y desventajas, la que está centrada en el consumidor es la que tiende a perder rápidamente la característica de novedad. Debido a esta pérdida temprana no es posible que el concepto resultante se convierta en innovación. De otro lado, aunque con la aproximación centrada en el productor es más fácil crear novedad, el mayor problema estriba en que el mercado reconozca como útil y valioso algo que no es familiar ni conocido. El cómo se resuelve este entredicho lo escribiré en un próximo artículo, seguramente el día que termine de llenar mi álbum de cromos (aún me falta una figurita).
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7. No continuo porque ya me cansé.