Días de furia
Por: Lucía Dammert
La incipiente clase media creyó que gracias a su esfuerzo tendría una pensión digna, que el sistema de salud mejoraría, que la distribución del ingreso cambiaría. Ese esfuerzo, cada día más individual, aumentó los niveles de desconfianza.
Chile es un país donde se obedece la Ley, donde la gente no suele expresar constantemente su malestar y se siente representada por su clase dirigencial. Al menos estas eran algunas de las afirmaciones que se tenían sobre un país que sobrevivió a 17 años de una feroz dictadura militar y que logró una transición ordenada y eficiente. Los gobiernos de centro izquierda, a veces llamados la “izquierda buena” en contraste con las experiencias vinculadas al proyecto bolivariano, llevaron a cabo un proceso de mejora de las condiciones de vida de millones de chilenos sin alterar el modelo. Un modelo marcado por la precariedad laboral, la concentración política y económica, la segregación socioterritorial y una incremental sensación de malestar frente a la desigualdad.
Por más de dos décadas, la incipiente clase media chilena creyó que el sistema privado de pensiones generaría una pensión digna, que el sistema público de salud mejoraría, que la distribución del ingreso tendería a cambiar. En fin, que gracias a su esfuerzo cotidiano, sería posible construir un país mejor cuyos beneficios también les llegarían. Se trataba, además, de un esfuerzo cada día más individual, lo cual fue aumentando los niveles de desconfianza, disminuyendo la participación electoral y generando una perversa bicicleta de endeudamiento.
Chile era el jaguar de América Latina y sus logros lo colocaban en las ligas mayores. América Latina parecía un continente ajeno, desordenado, violento e incluso inestable, del cual no se sentía parte. Sus similares eran Dinamarca, Noruega y Finlandia. Su clase política también era envidiada, por la estabilidad y la congruencia en métodos y propuestas. De 1990 al 2018 han gobernado dos coaliciones, y en los últimos 13 años, dos presidentes (Bachelet- Piñera- Bachelet- Piñera), lo cual, además de evidenciar la limitada renovación política, también reforzó la concentración del poder.
La élite política trató de avanzar “en la medida de lo posible” hacía un país distinto al diseñado por los chicago boys. Posiblemente el segundo gobierno de Bachelet fue el más claro en anticipar el malestar ciudadano y proponer cambios estructurales, como la gratuidad de la educación secundaria, la reforma constitucional y la reforma tributaria. Pero los casos de corrupción en los que estuvo involucrado su entorno cercano generaron una parálisis gubernamental que limitó sus resultados.
El hastío ciudadano tiene también que ver con lo que aparece cuando se corre el telón que tapaba la “cocina” del modelo. En los últimos años, los ciudadanos fueron espectadores de hechos de colusión de las farmacias, de los productores de pollo e incluso los de papel higiénico. Empresas que en oscuros subterráneos se juntaban para definir precios de “mercado” que les aseguraban ganancias y no competencia. Daba un poco lo mismo, el ciudadano pagaba.
Muchas de estas mismas empresas se vieron vinculadas a conocidos hechos de financiamiento ilegal de la política. Por meses desfilaron funcionarios que recibían sugerencias para elaborar la ley de pesca, otros que tenían sobresueldos de sectores que debían regular, y otros que siendo de centro izquierda recibían aportes de las empresas del hijo político del dictador. La legitimidad política se fue deteriorando de manera sostenida, aunque poco notoria para una élite que seguía ganando elecciones a pesar de que cada día votaba menos gente. Se hicieron cambios legales importantes, pero fue quedando una notable sensación de impunidad.
Por su parte, las instituciones fueron mostrando su cara menos amable: la iglesia católica en debacle por la pedofilia, los militares por el uso fraudulento de millones de dólares, los Carabineros por el desarrollo de una verdadera asociación ilícita dedicada a defraudar al Estado. ¿De dónde la furia? Tal vez sea una pregunta retórica cuando en el análisis se incorpora el hecho de que, en paralelo, la juventud chilena dejó de tener en la memoria las largas noches de los toques de queda de la dictadura; cuando se cansó de ver a sus abuelos y padres trabajar sin descanso; cuando dejó de acostumbrarse a la segregación y el mal trato.
Mientras dure la tormenta, será difícil ver el grado de deterioro detrás de esta crisis, así como el final del problema. Solo toca esperar a que los actores políticos reconozcan la complejidad del problema y la necesidad de cambios estructurales.
Los hechos de violencia en Chile no son cotidianos, pero cuando suceden, pueden traer caminos insospechados.