El riesgo de la “soltería aparente”
En estos días el Pleno de la Corte Suprema estudia la situación de los actos de disposición celebrados por los “casados” que se presentan como “solteros”. Según el artículo 315 del Código Civil, para transferir los bienes del matrimonio se requiere la intervención de ambos cónyuges.
Esta norma ofrece un gran espacio para la interpretación de juristas y magistrados, quienes plantean soluciones que van desde la nulidad del acto por violación de una norma imperativa, hasta la mera ineficacia susceptible de ratificación. La calificación podría ser determinante para las expectativas de los que contrataron con el “soltero aparente”, pues si el acto es nulo no produce ningún efecto, mientras que si es ineficaz el contrato podría sanearse. En cualquier caso, el adquirente no recibiría en lo inmediato el derecho que esperaba.
Ahora bien, es una realidad que se contrata con personas casadas sin la intervención de los dos cónyuges. ¿Por qué ocurre esto? Porque el casado se presenta como soltero y acompaña elementos que sustentan esa condición.
Normalmente el contratante tiene un documento de identidad que dice “soltero”, y sobre todo un título, a veces inscrito en los Registros Públicos, que lo señala como único dueño del bien. Es decir, los adquirentes contratan de buena fe, en la creencia que el bien solo le pertenece al enajenante. Esta circunstancia es crucial para resolver si el adquirente recibió o no el derecho. Al margen de la situación técnica del contrato (nulo o ineficaz), no se puede desamparar la buena fe.
Los sistemas de información del RENIEC y el Registro de Estado Civil son absolutamente deficitarios y no permiten saber el estado civil de las personas. Es prácticamente imposible para un contratante conocer si está ante un soltero o un casado. Se tendría que acceder simultáneamente a las casi 2,000 municipalidades del país para ver si el ocasional contratante está desposado.
Si se resolviera la cuestión planteada de espaldas a los adquirentes de buena fe, se produciría un terrible trastorno en el mercado. Sencillamente nadie contrataría con solteros, aparentes ni reales, pues todos ellos serían sospechosos de estar casados.
Los adquirentes temerían con toda razón que sus contratos queden sin valor ante el futuro reclamo del cónyuge que no intervino. Incluso para los que se atreviesen a contratar con los célibes, los precios se distorsionarían para incluir el costo del riesgo. La protección a los terceros de buena fe es pues una cuestión que interesa a la sociedad en su conjunto y no solo a los concretos adquirentes.
El sustento legal para proteger a los adquirentes está en el artículo 2014 del Código Civil, que permite conservar la adquisición de un derecho aun si luego se determina que el enajenante no era quien decía ser (Fe Pública Registral).
La situación técnica del contrato no impide que se despliegue la protección a los terceros de buena fe, pues los adquirentes son ajenos al vicio que motiva el reclamo. Naturalmente, si el contratante sabía que el enajenante era casado, no tendrá amparo.
Ojalá la Corte entienda que la información pública es lo más valioso para lograr una sociedad civilizada y pacífica. Por su parte, los cónyuges defraudados deben saber que la única manera de proteger sus derechos es inscribiéndolos y que la confianza en sus parejas es un valor que quizá sobrestiman.