¿Tierra de nadie?
Se suele creer que los predios abandonados, eriazos o sin servicios no tienen dueño. “Son de nadie” se dice, y por lo mismo son vistos como presa fácil por usurpadores, oportunistas o ingenuos aspirantes.
Lo cierto es que todos los inmuebles del Perú tienen dueño, sea que estén o no ocupados, que tengan vocación para determinada actividad económica o que de plano no sirvan para nada de especial relevancia.
Esta es una característica de nuestro sistema legal, que se sustenta en la necesidad de que siempre haya un dueño que responda por el bien, tanto para asegurar su aprovechamiento como para imputar responsabilidades por los daños que pueda causar.
Nuestro ordenamiento jurídico apenas va a cumplir 200 años y obviamente la regulación de la propiedad ha ido cambiando en el tiempo. Los originales dueños de la tierra obtuvieron sus títulos a través de procedimientos coloniales. La naciente república validó estos títulos, salvo en aquello que comprometía la soberanía del nuevo Estado. El poder de la metrópoli sobre el territorio nacional quedó abrogado el 28 de julio de 1821 y con ello el dominio del rey sobre las tierras conquistadas. No hubo en lo inmediato un dueño sustituto que asumiera la propiedad de todos lo que no estaba asignado a un particular. Aquí aparecieron las “tierras sin dueño”.
Recién el 3 de noviembre de 1936, con la entrada en vigencia del Código Civil de ese año, nuestro sistema legal asignó al Estado el dominio de todas las tierras sin dueño. Ese fue un momento crucial y único, pues a partir de ahí todo predio tiene un titular, si no es de un particular es del Estado, pero siempre hay un propietario. Incluso si el dueño es una persona natural y fallece sin herederos, el Estado asume el derecho (“herencia vacante”). A fines de 1936 el Estado era sin duda el propietario de la mayor parte del territorio nacional.
Identificado el primer dueño siguen las transferencias por una variedad de mecanismos jurídicos, como contratos, actos unilaterales, sentencias judiciales, decisiones administrativas, entre otros, todos los cuales determinan donde se encuentra el dominio de un bien en el momento actual. La revisión de tales procedimientos constituye el “estudio de títulos”.
La atribución de derechos que se produjo en 1936 es única, pues al no existir dueños previos no había ningún interés contrapuesto al del Estado. Por el contrario, todos los actos posteriores solo habrían logrado el efecto de transferir la propiedad si se sustentaron en procedimientos legítimos, avalados por la Constitución.
En suma, la cuestión para los que pretenden un inmueble no es ver si el bien tiene o no propietario, sino determinar quién es el titular del dominio para contratar con él, o al menos para saber qué intereses están en juego cuando se opta por una ocupación ilegal.
No hay duda que el Estado es el mayor propietario de tierras en el origen y también quien menos ha cuidado su patrimonio. Sin embargo, en los últimos años este terrateniente ha despertado de su letargo y reclama lo suyo, a veces más. Hoy más que nunca no hay tierra de nadie.