Soy de palo, tengo orejas de pescado
Inscribir un derecho en los Registros Públicos es un evento deseable, pues se entiende que a través de la publicidad se da confianza al mercado y se aseguran las inversiones. Sin embargo, este objetivo da por sentado un hecho lamentablemente distante a nuestra realidad, y es que en muchos casos los usuarios que piden una inscripción son verdaderos malhechores que irrumpen por propia cuenta, o asesorados por inescrupulosos profesionales, y sorprenden a los registradores.
Cualquiera puede presentar lo que sea al registro y la autoridad está obligada a calificar el documento, sin mirar nada más que el título que se le pone al frente y sus antecedentes registrales (artículo 2011 del Código Civil). Puede tratarse de un documento fraudulento o contenedor de un acto criminal, y el registrador quizá lo sepa o al menos sospeche por diversas razones extra registrales (el dato de un tercero, el aviso de alguna autoridad, la prensa o su propia experiencia), pero nada de eso perturba la mirada fija del burócrata. ¡No oigo, no oigo! dicen los funcionarios. Es como si tuviesen anteojeras impuestas por la torpeza de su ente normativo, quien siguiendo una tradición anacrónica y un dogma procedimental ajeno, legisla en la creencia que presentantes y documentos son siempre prístinos.
Si el lector piensa que para eso están los procedimientos de oposición y cancelación regulados en la Ley 30313, se equivoca. Estas herramientas son tan limitadas y enrevesadas que en la práctica no permiten una defensa eficaz ante el crimen.
Es verdad que los infractores serán condenados (eventualmente puestos tras las rejas) y por supuesto lo inscrito se revertirá tarde o temprano, pero seguir el proceso para poner las cosas en orden, con todo lo que ello implica, es un lujo que solo algunos podemos darnos. Además, la inscripción del hecho falso o fraudulento genera información equivocada que acaso torne en irreparable el daño por la protección que el propio sistema otorga a los terceros de buena fe.
Es así que los pillos consiguen inscribir supuestos derechos, en base a documentos mal habidos o faltando groseramente a la verdad. Así se anotan títulos injustos, como contratos que describen hechos falsos, supuestos acuerdos societarios provenientes de usurpadores, regularizaciones de edificaciones fraudulentas, entre otros. Los registradores solo pueden hacer lo que sus normas autorizan (Principio de Legalidad) y se supone que así se protege a los administrados, pero se olvida que en materia registral lo inscrito no impacta solo en quien promueve la anotación, sino en terceros que miran pasmados la concreción del delito.
No se trata de complicar el procedimiento registral y mucho menos abrir una ventana para la morosidad pública, como es usual en otros procedimientos administrativos, pero sí se debe permitir un espacio, claramente excepcional, para que los registradores presten atención a lo que ocurre en su entorno y se comuniquen con las entidades administrativas, judiciales o notariales pertinentes que les permitan descartar o confirmar la sospecha de un fraude. A falta de interconexión electrónica, una llamada telefónica basta; no es tan complicado. Por encima de la literatura jurídica que encandila al Derecho Registral está la “verdad material” a la que todos nos debemos (Título Preliminar de la Ley de Procedimiento Administrativo General).