La cuarentena desde un balcón de Madrid
Este texto iba a ser diferente. Se suponía que hablaría de las cosas que nos están pasando en Madrid, que van siendo varias, y ya tenía algunas ideas y párrafos avanzados. Pero no será posible. ¿Cómo pretender que no pasa nada? Sería absurdo, sobre todo en estas condiciones. Aquí estamos los dos, recluidos en nuestro pequeño piso, mientras el coronavirus se expande allá afuera como una gran nube de polvo. Llevamos varios días sin salir. El país está en las noticias del mundo. Es uno de los más afectados por la pandemia y las cifras de muertos (329) y contagiados (9200) se disparan y siguen aumentando en el momento que escribo esto. Una situación que definitivamente nadie tiene en cuenta cuando decide venir a estudiar a Europa, pero qué le vamos a hacer.
K descansa en la habitación. El sol entra por la ventana y la arrulla como una manta caliente. Se ve tranquila, a salvo, y tal vez esté soñando con alguna de esas historias raras que la hacen sonreír mientras duerme. Quiero que siga así y por eso vine al balcón y me he puesto a mirar cómo la ciudad aprende a quedarse vacía. Casi no quedan personas en la calle. Está la señora que sale un momento con el perro y luego vuelve a su casa. También el repartidor solitario que pedalea con la mascarilla puesta y los asustados compradores que cargan bolsas repletas de comida y papel higiénico, como hormigas codiciosas aplastadas por el sobrepeso. De vez en cuando se asoma un autobús vacío. El chofer condenado a repetir la ruta una y otra vez, sin llevar pasajeros, y a mí me entran ganas de subir solo para acompañarlo por unas cuadras.
Un patrullero nos despertó esta mañana: la voz metálica de un megáfono dando indicaciones de lo que podemos y no podemos hacer. Todo muy apocalíptico. Hice un video de eso y se lo mandé a un amigo en Perú. Me dijo que pronto una horda de zombis atacará a los policías y que terminaremos devorándonos los unos a los otros. El caos, la falta de empatía, el egoísmo autómata. Entonces se me vienen a la mente las colas absurdas en los supermercados de Lima y Madrid, los 24 rollos de papel higiénico que compran los señores para limpiarse su traserito. Las mascarillas y el gel desinfectante al triple de su precio original, los irresponsables que organizan fiestas clandestinas. Le mando un audio a mi padre y otro a mi madre. Les digo que estoy bien. Ellos no me creen porque, según la televisión peruana, Madrid arde en llamas desde hace días. Me preocupan ellos, pero a ellos les preocupo yo. Supongo que el cariño es eso, una especie de torpe y bienintencionada reciprocidad.
Luego pienso en qué rápido se fue todo al diablo. Hace unos días estaba en el bar de enfrente viendo el partido entre Liverpool y Atlético Madrid. Los españoles felices porque ganó su equipo. Se abrazaban. Todavía no te fijabas en los síntomas que pudieran tener los demás: la tos seca, el gesto alterado por la fiebre. Sobre la mesa las tortillas de patatas y los vermús. La simpleza de caminar seis cuadras y llegar al cine Golem si me daba la gana o entrar gratis al Museo del Prado a partir de las seis de la tarde y quedarme dos horas frente a Las meninas de Velázquez. Cuadros de Dalí y Picasso en el Reina Sofía, la biblioteca del Centro Cultural Conde Duque, leer ahí con las vistas del Palacio de Liria, o pasear por la Gran Vía y sentirme el protagonista de Abre los Ojos, la película de Alejandro Amenábar que me aprendí de memoria a los veinte años. Las salidas por las noches a Malasaña y La Latina, con nuestros amigos nuevos, los sufridos (pero siempre luchados) partidos de fútbol con mi equipo de franceses buena onda.
Ahora ya no hay nada de eso. Solo puertas de fierro oxidado que se han cerrado hasta próximo aviso. Están todas pintadas con aerosol de colores, pero eso recién lo he descubierto esta mañana. La discoteca The Host también ha apagado sus luces. Ya no hay borrachos cantando y peleándose en las madrugadas, justo cuando empezábamos a tomarles cariño. Ya no puedo salir a correr por el Parque del Oeste y encontrarme con Pedro Almodóvar o Mario Vargas Llosa en una de sus caminatas. Ya no puedo tomar cualquier metro hacia cualquier lugar y terminar en las puertas del Santiago Bernabéu, en el mercado de El Rastro o en la estación Tirso de Molina, muy cerca de donde vive Joaquín Sabina. Ni siquiera puedo ir al peluquero de la calle Ferraz, a dos minutos de casa, y a decir verdad eso me preocupa más que todo lo anterior. Lo demás puedo superarlo, pero la falta de peluquero es un problema diferente, alarmante. Mi pelo crece rápido, demasiado rápido, y si la cuarentena se mantiene y se prolonga, pronto correré el riesgo de convertirme en otra persona. Dos probabilidades toman fuerza cada vez que me veo en el espejo: parecerme a Bob Dylan o a mi tía Maruja.
No soy el único que ha salido a su balcón. Hay más. El barrio entero ahora es vertical, se expande hacia arriba. Edificios de cabezas asomándose. Dejaron el trabajo y la universidad para convertirse en francotiradores que no saben esconderse. Los veo a todos. Están ahí. Algunos toman café mientras fuman, otros leen y hay quienes sacan la portátil y escriben. Cada uno en su estrecha torre de salvavidas. Los de las plantas superiores alcanzarán a ver los bosques de Casa de Campo y el Parque de El Retiro. Yo, que vivo con K en un segundo nivel, me conformo con una sucursal de banco. Estamos todos. Nos hacemos compañía sin decir palabra. Será cuestión de tiempo para que nos empecemos a saludar, a preguntar nuestros nombres y contarnos nuestras vidas a los gritos y con idiomas y acentos diferentes. Peruanos, españoles, colombianos, argentinos, italianos o rusos, da lo mismo. La incertidumbre es nuestra bandera. Quién sabe, puede que la pandemia sea el inicio de más de una bonita amistad. Tal vez, cuando esto termine, organicemos una junta vecinal, parrilladas domingueras en la casa del señor de bigote que vive en la esquina o una liga de fútbol para aficionados. O tal vez no.
El Perú es un país que te prepara siempre para lo peor. Un campo de entrenamiento para afrontar emergencias de más de un millón doscientos ochenta y cinco mil kilómetros cuadrados. Para alguien que nació y creció allá, vivir la crisis del coronavirus en Madrid es como volver a casa. Ya tuve que esperar horas interminables para comprar leche y carne (gracias, Alan García) y la muerte es un símbolo patrio que no está en el escudo nacional simplemente por falta de espacio o una demora burocrática. Tomamos agua de manguera, comimos tierra mojada, escapamos de perros callejeros, nos cuidamos de los clavos oxidados, del dengue, de volarnos los dedos con pirotecnia ilegal, de los malos hospitales, del frío de la sierra, de los atentados de Sendero Luminoso, de la oscuridad en las calles, de los violadores en los colegios, del mercurio en la sangre, del hambre y de morir electrocutados en el trabajo. Esa debilidad nos hace cada vez más fuertes. Indestructibles. A prueba de incendios, apagones y dictadores. Por eso quedarme en casa, en este pequeño espacio de 35 metros cuadrados, es un ejercicio de nostalgia. No se me pasa por la cabeza protestar: tengo comida, luz, agua, una novela de Karl Ove Knausgård de 500 páginas, Netflix y me he propuesto escuchar todas las sinfonías de Beethoven en Spotify (soy más divertido que Ibiza, lo sé). Además y por suerte, tengo la compañía de K. En Lima muchos duermen en las calles y no se quejan. Y si lo hacen, a casi nadie le importa realmente. Para estas personas el hashtag #yomequedoencasa no tiene sentido. Es casi una ofensa, una broma de mal gusto. Encerrados en Madrid, estamos mejor que ellos, y esa injusticia es otra pandemia que deberíamos derrotar todos juntos.
Atardece. Empieza a hacer frío. Salgo del balcón y entro a nuestra sala que también es comedor, cocina, oficina y lavandería. Desordeno y ordeno mis papeles. Limpio el polvo, paso la escoba, abro y cierro el refrigerador, toco la ropa recién limpia para saber si está secándose. Me siento en el sofá y veo la televisión. Las malas noticias sobre el coronavirus. Estoy un rato así, una hora o más, con la mirada fija, en piloto automático. Las autoridades dicen que con el paso del tiempo empezaremos a sentirnos más hastiados y aburridos, que no será fácil, que los primeros días de cuarentena son hasta divertidos, pero que después todo cambia. Pienso en El Resplandor, en la locura de Jack Torrance encerrado en el Hotel Overlook con un hacha entre las manos…. y de pronto los aplausos. Fuertes aplausos que llegan de afuera, desde los balcones. Suenan como una lluvia torrencial para agradecer a los sanitarios que trabajan en los hospitales. Para darles ánimo, también. Están luchando por reducir el número de contagios. K se despierta, aparece y nos asomamos. Ya es de noche. En la oscuridad reconozco la cara de algunos vecinos. El hombre del bigote, la mujer que escribía y el chico que fumaba y tomaba café. Me parece que ellos también nos reconocen a nosotros. Aplaudimos juntos. Aplaudimos todos. Sonreímos como si estuviéramos ante fuegos artificiales. Imposible no emocionarse con esto. Es mejor que cualquier estadio, que cualquier museo o avenida importante. La escena de una película que no quiero olvidar. Alguien grita “¡Viva España!” y cuando todos lo imitan, yo respondo bajito, para que solo sea K quien me escuche: “Viva el Perú, carajo”. Los aplausos se hacen más intensos. Esta lluvia no parará, se repetirá cada noche. Cojo el celular y hago un video. Este se los enviaré a todos en Lima. Un poco porque los extraño, pero también para que sepan que estamos bien. Que a la distancia, a nueve mil quinientos kilómetros, los aplausos de fuerza son también para ellos. Para ustedes.