Nueve mil quinientos kilómetros lejos de casa
Llegó el día del viaje y yo todavía tengo en la cabeza las despedidas y las cervezas del fin de semana. Mi familia, mis amigos, hasta mi perrita que me vio tristísima en el último abrazo que le di. Hago un bulto con todo eso y lo meto en un lugar que no sabía que existía entre el estómago y el corazón. Lo dejo ahí hasta nuevo aviso. Luego, el recuento antes de cerrar las maletas. ¿Boletos aéreos? Check. ¿Carta de admisión firmada por la universidad? Otro check. ¿Seguro privado de salud? ¿Pasaporte peruano con la visa de estudiante? También los tengo. ¿Pastillas, inhalador para el asma? Ajá, ajá. Todo va bien entonces. Estamos listos. Así que me subo al coche -mi padre al volante, mi madre de copiloto- y vamos de camino al aeropuerto. Sé que más tarde habrá lágrimas entre los tres, pero ya no hay marcha atrás. Por algo ni los aviones ni las aves han aprendido a volar en retroceso. Madrid, allá voy.
Después de seis horas, 25 kilómetros de tráfico limeño y un control de migraciones, por fin despegamos. Cuando le tienes pánico a las alturas y viajas en avión, una parte de ti -la más neurótica de todas- se la pasa susurrándote al oído que no lograrás aterrizar en una sola pieza. Es una voz que no se calla. Allá arriba, a 40 000 pies y arrimado en un Airbus de 275 toneladas, la amenaza de muerte es inevitable para un hipocondriaco. Los demás, las personas normales me refiero, toman una siesta, hacen compras por catálogo o aprovechan para sacarse selfis con el atardecer a sus espaldas. Yo, en cambio, estoy al borde del asiento, insoportable, atento a las miradas que intercambian entre sí los miembros de la tripulación. Siempre he creído que hay un código secreto que solo conocen los que trabajan en la aviación comercial. Dos parpadeos rápidos: se acabó el café. Un parpadeo rápido y dos lentos: estamos perdiendo altura. Cuatro parpadeos: el capitán dice que todos vamos a morir. Me la paso así, interpretando señales de posible colisión entre el avión y el Océano Atlántico, contando los minutos para llegar, reprimiendo a mi Woody Allen interior. Entonces comienzan los reproches. Las inmensas dudas. ¿Qué hago aquí, tan lejos de todos y de todo? ¿De verdad es tan importante sacar un doctorado? ¿Por qué no inventan algo más seguro y rápido que el avión? ¿La teletransportación para cuándo, señores científicos? ¿Y dios? ¿Dónde está dios en todo esto?
Pero aterrizamos y sigo entero, así que recupero mi agnosticismo de siempre, busco mis maletas y cojo con la mano izquierda la mano derecha de K, mi chica, a la que no le asusta volar conmigo. Ella ha venido a estudiar un máster en dirección de publicidad y comunicaciones. Nos miramos. Sonreímos. Nos abrazamos. Oficialmente ya estamos en otro continente. El punto de llegada de la ruta inversamente colonizadora. El inicio del nuevo mundo para los dos. En migraciones el hombre de uniforme no nos dice nada, solo pone unos sellos en el pasaporte y adiós. Y yo que pensaba que nos harían mil preguntas y que revisarían hasta los antecedentes penales de mi primo René, que vive en Estocolmo y no le hace daño a nadie. A decir verdad, el control ha sido tan sencillo que me pareció decepcionante. Después de todo, el consulado español nos pidió tantos papeles (económicos, académicos, personales, judiciales, médicos) para las visas de estudiante, que cualquiera pensaría que estábamos tramitando la adopción de un tigre de bengala como mascota.
Subimos a un taxi rumbo al Airbnb que hemos alquilado en la calle Cáceres de un barrio llamado Legazpi. Ni K ni yo conocemos Madrid, ni España, ni Europa, más que por películas y canciones. Hombre de mundo no soy, creo que solo me quedé en tercermundista. De modo que, al salir del aeropuerto de Barajas, lo primero que llama mi atención es que aquí el cielo es de color celeste y no “gris panza de burro” como la bóveda que encierra mis recuerdos limeños. Los cambios son considerables. Miramos por el cristal como peces de acuario, los ojos igual de abiertos que los suyos, sin parpadear. La arquitectura coherente, las autopistas anchas, la ciudad sin tráfico ni caos, las personas cruzando por el paso de cebra. De modo que esto era un país desarrollado.
Ver a España por primera vez me pone de buenas y comienzo a bromear con K de mi miedo a volar, de lo nervioso que estaba, de lo tonto que fui. Ella me dice que después de once horas y media en un avión ya nada podrá asustarme. Yo asiento con la cabeza, divertido, aliviado, fuerte. Woddy Allen pareciéndose cada vez más a Christian Bale. Miro a mi izquierda y me fijo en el taxista, que maneja en silencio con la vista puesta en las señales. Es curioso, tiene una sonrisa gigante pegada a la cara, como si de pronto hubiera recordado un chiste irresistible. Le pregunto qué le hace tanta gracia, con ganas de reírme yo también y de paso hacer mi primer amigo en estas tierras. “Es que, chaval, ¿miedo a volar?”-responde con un vozarrón-. “Si eso es absurdo, ¿dónde quedaron tus cojones?”. El que se echa a reír es él.
Su repentina y corrosiva línea de diálogo me ha cogido desprevenido. En un instante he pasado de ser el héroe que supera los peligros al protagonista de un gag. Da lo mismo que me lo haya dicho de broma, estoy picón o, como dicen por acá, me he mosqueado. Apuro el contraataque, por supuesto, y uso la jugada que siempre me ha funcionado en estos casos: Paolo Guerrero. Capitán y figura de la selección peruana que volvió a un mundial luego de 36 años, goleador implacable, es además temeroso confeso de viajar en avión. La prueba irrefutable de que es de valientes morirse de miedo. Se lo hago saber al taxista y por poco y no contengo mis ganas de saltar sobre mi sitio y gritarle “jaque mate”. Pero algo sale mal. A veces la globalización es unidireccional y de eso me enteraría ahí mismo. El buen hombre no tiene ni la más remota idea de quién es Paolo Guerrero, aunque en Perú sea la segunda persona más admirada (solo lo supera Vargas Llosa). “¿Así le llaman o es su apellido de verdad?”, me pregunta, mientras coge una curva, acelera y vuelve a quedarse en silencio. Golpe bajo al patriotismo. Trato de no pensar en cuántos futbolistas españoles conozco. Deben ser más de cincuenta. La realidad es dura: aquí sí saben lo que es ganar un mundial, mientras que allá celebramos una clasificación como si fuéramos campeones.
En Legazpi, por fin. Bajar seis maletas de 22 kilos cada una (cuatro de ellas son de K) por unas estrechas escaleritas que dan a un sótano, me provoca casi tanto miedo como el despegue y el aterrizaje juntos. Un paso en falso y adiós. Pero otra vez todo sale bien, sobrevivimos, y ya estamos dentro del que será nuestro primer hogar. Un estudio de 35 metros cuadrados, con una habitación, un baño y una diminuta cocina/sala/comedor. Todo al precio de alquiler de un departamento completo en una buena zona de Lima: 1400 dólares al mes. Nos habían dicho que lo más caro sería pagar el piso y tenían razón. Solo falta un cartelito en la nevera que diga “Bienvenidos a España”. Por suerte, lo hemos separado por dos semanas y no más. Desde mañana, y esto es definitivo, comenzaremos a buscar otro piso, algo más razonable. Pero eso será mañana. Ahora intentaremos dormir, adaptarnos al cambio de horario y así evitar el jet lag. Solo espero no soñar con aviones.