La nueva anormalidad
La nueva anormalidad es la mascarilla que te asfixia cuando sales a correr. La distancia (anti)social entre conocidos y desconocidos y el gel que te pones en las manos antes de entrar a una tienda de ropa. Es la puerta cerrada de los museos y estadios, la siesta a las siete, los aplausos a las ocho, las cacerolas a las nueve y los despidos masivos en cualquier momento. Son los hospitales colapsados. Los superhéroes disfrazados de trabajadores de limpieza. Los alumnos que le aplauden al profesor de escuela por aprender a usar Zoom. Es la mirada triste y amargada que el otro día te devolvió el espejo de la peluquería. Los guantes quirúrgicos del mesero que te sirvió una copa, como quien va a un laboratorio químico para embriagarse.
La nueva anormalidad es sentarte en una terraza y pretender por unas horas que todo está bien. Es lamentarse de los abrazos y besos que no podemos dar. Los abrazos y besos pendientes. La nueva anormalidad es hacer ejercicio al aire libre (esa cosa tan simple) pendiente del reloj y de los horarios prohibitivos. Es aprender a diferenciar mascarillas como si fueran modelos de automóviles. Es no alejarse de casa más de un kilómetro a la redonda y haberte vuelto alguien potencialmente peligroso para los demás. Es inventar que olvidaste unas píldoras en el carro solo porque necesitas unos minutos alejada de tus hijos. Porque necesitas respirar. Es tolerar la música que escuchan tus roomies. Aprender a cocinar por YouTube. Preguntarte si los jóvenes saldrían tanto a las calles si el virus los afectara más a ellos que a los ancianos. Es saberte afortunado de seguir por aquí.
La nueva anormalidad es no estar más en Madrid ni en ninguna parte. Es ocupar la misma habitación sin ventanas donde vivimos todos, a oscuras como en un juego de niños o un bombardeo. Es cancelar pasajes hacia países que queríamos conocer. Poner en pausa los reencuentros. Postergar bodas y rupturas amorosas. Detenerte frente al atardecer con miedo a que tu ciudad retroceda de fase la próxima semana. Ser un necio pesimista. Echar de menos los antiguos privilegios: pasear por la avenida con los audífonos puestos, acompañarla al mercado, jugar al fútbol los miércoles, hablar mal de alguien en un café, llevar al perro a la playa. Es correr cuando lo que de verdad quieres es escapar. Tomarse una selfi con amigos en la Puerta del Sol más vacía que nunca y que todos sonrían detrás de sus mascarillas. Es dormir para olvidar. Llamar a mi padre para olvidar. Mirar una serie para olvidar. Leer para olvidar. Y escribir para recuperar todo antes de soltarlo otra vez.
La nueva anormalidad es llegar a España, abrir un blog para contarlo y terminar escribiendo sobre el Covid-19. El virus se ha comido todo y eso incluye a nuestros temas de conversación. La nueva anormalidad es quitarles la careta a los políticos y conocer sus verdaderos rostros, sus intenciones, sus oportunismos. Es no saber si mañana tendrás empleo. Convertirte en el padre de tus padres. Es comprender que no somos el centro del universo y que nuestra soberbia milenaria no sirvió de nada contra un diminuto enemigo que nos regresó al lugar que nos pertenece. Es tener la oportunidad de aprender. De prepararnos para los efectos del calentamiento global. De no ser nuestro propio meteorito.
La nueva anormalidad es un ritual que empieza y termina con una mascarilla y jabón en las manos. Son los ojos que sospechan en los cruces peatonales. La desigualdad y sus terribles consecuencias. El invierno que no pudiste despedir y la primavera que te perdiste llegar. Son las aves indiferentes a nuestro sufrimiento y los animales que por fin recuperaron el espacio que les pertenece por derecho. Es entender que la guerra contra el virus no terminará mientras cada 24 horas haya nuevas víctimas. Darte cuenta de que cualquier proclama de victoria es un grito de ofensa hacia las familias de luto. Que quizás no salgamos más fuertes, ni mejores, ni más sabios. Que esa idea de renacimiento que funciona tan bien en Instagram, puede ser otra manifestación de nuestro ego. Como si siempre ganáramos las batallas, como si fuéramos los buenos de la película. La nueva anormalidad es entender que tal vez, quién lo sabe, no volvamos a abrazarnos y besarnos sin pensar, aunque sea por un pequeño instante, en la muerte.