Un racista suelto en el metro de Madrid
El hombre me vio venir y esperó a que pasara por su lado. Lo sé porque antes hubo tres o cuatro personas a las que pudo hacerles la misma pregunta que a mí, pero él se quedó en silencio, sin decir palabra.
El hombre quería que fuera yo. Tenía que ser yo.
Me iba acercando a él, con los audífonos alrededor de la cabeza y la mochila llena de libros de la universidad. Cuando por fin estuve ahí, cerca de las vías del metro, el hombre me cortó el paso y abrió la boca.
-Hola, chaval- me dijo con una enorme sonrisa de abuelo generoso-, ¿sabes qué línea debo tomar para ir a Tirso de Molina?
Me puse un poco nervioso. Era la primera vez desde que vivía en Madrid que me preguntaban por una dirección y estaba en condiciones de responder. En mi mente repasé el mapa del metro de la ciudad. Ordené en mi cabeza, a toda velocidad, los números y colores que marcan el rumbo de cada línea y el nombre de las estaciones. No quería equivocarme.
-Claro, debe tomar la línea celeste, la uno- le respondí cuando estuve seguro. Recuerdo que le sonreí.
Intenté seguir, pero el hombre volvió a cortarme el paso, esta vez abriendo los brazos como un portero antes del penal. Seguía sonriéndome.
-Ey, tú eres sudamericano, ¿verdad?
Ya me había pasado antes, dando una vuelta por Atocha, un viernes en la cola del Museo del Prado o en la boletería del cine Golem. Te escuchan hablar con un acento extranjero y de inmediato sienten interés por ti. Te preguntan por tu país, por tu ciudad. No es raro que termines hablando con ellos sobre Vargas Llosa, Machu Picchu, el ceviche y hasta de Paolo Guerrero en el mundial de Rusia. Es una de las cosas que más disfruto de estar aquí. La amabilidad de los extraños, como decía Tennessee Williams. Los desconocidos de Madrid que por unos minutos te hacen sentir menos lejos de casa.
-Sí, soy peruano- le dije y creo que me sentí orgulloso de serlo.
- ¡Entonces vete a la mierda!
Todo pasó muy rápido. El hombre se mezcló entre la gente y desapareció. Lo recuerdo como un tipo de apariencia normal. De unos setenta y tantos años, el pelo blanco y lentes de medida. Me parece que tenía barba. Ni muy alto, ni muy gordo. Podía ser el tío Alfonso que va a tu casa los domingos a ver la liga por televisión. Podía ser tu dentista. El padre de tu amiga Cecilia. Tu vecino. Tu padre.
El metro llegó y volvió a irse repleto de gente. Yo seguía parado en el mismo lugar. Todavía tenía la sonrisa pegada en la cara, como alguien que trata de entender un mal chiste. Me puse a andar tras los pasos de aquel hombre. Sin convicción. ¿Qué pasaría si lo lograra alcanzar? ¿Lo encararía? ¿Yo también lo mandaría a la mierda? Cuando llegué al centro de la estación vi a dos policías, pero no les dije nada. Fue como si de pronto hubiera perdido el derecho a reclamar. Empecé a sentirme muy mal. Descolocado. Furioso. Triste. Indigno, esa es la palabra. Indigno de vivir aquí como cualquier otro.
Salí de la estación y seguí rumbo a casa caminando. Estaba como en trance. Me habían pinchado la burbuja que construí con mucho cuidado desde que mi avión aterrizó en Barajas. Sin proponérmelo, me dejé vencer por la paranoia. Por la culpa del inmigrante. Me sumergí en una pesadilla creada a mi medida. Afuera todo había cambiado. La Madrid amable donde vine a estudiar un doctorado estaba convertida en una ciudad de calles y avenidas agresivas. Hacía más frío. Los chicos que se reían en el bar de la esquina en realidad estaban burlándose de mí. Las ancianas que paseaban a sus perros aborrecían la idea de que un limeño viviera cerca a ellas. Yo no era bienvenido y recién me daba cuenta. España quería expectorarme. El color de mi piel, mi acento peruano, mi pasaporte guinda, todo me delataba como un extraño indeseable.
La paranoia se fue unas horas después. La tristeza, en cambio, seguiría conmigo un rato más. Madrid volvería a ser Madrid al día siguiente. La ciudad de las conversaciones con desconocidos en la calle, en la cola de los museos, en la puerta del cine. La ciudad donde solo rara vez te encuentras con tipos como aquel de la estación de metro. El hombre que bien podría ser cualquiera. En más de una oportunidad me ha parecido verlo de nuevo, pero cuando me acerqué lo suficiente descubrí que se trataba de otra persona. Todavía tengo grabada en la cabeza su sonrisa cobarde. Todavía puedo ver sus brazos reteniéndome. Escuchar su voz insultándome. Creo que todavía lo sigo buscando.