Lo que 2020 hizo de nosotros
Están los que pasaron el confinamiento entero jugando con sus hijos. Están los que no aguantaron a su familia veinticuatro horas al día y que ahora ruegan por volver a la oficina. Están los que aprovecharon para leer, para comprar libros, avanzar la tesis o aprender idiomas en una aplicación del celular. También aquellos que, asomados en sus ventanas, hicieron amigos en el vecindario, y los que, en lugar de aplaudir, golpearon cacerolas. Hubo quienes todas las tardes llamaron a papá y mamá para darles ánimo y los que dejaron el trabajo y empezaron ese proyecto tantas veces postergado. Están los médicos que durante meses no pudieron abrazar a nadie por temor a contagiar. Los taxistas, los meseros y los vendedores que ya no pueden seguir con esto. Están los niños que en casa se sintieron más seguros que en la escuela y los profesores que tuvieron que preguntar a sus alumnos cómo diablos se comparte pantalla en el aula virtual. Los que vieron cómo recortaban sus salarios. Los que en cuarentena aprendieron de sí mismos más que en once años de psicoterapia. Las parejas que, por fin, admitieron que no se soportan y que vivir así, encerrados y obligados a quererse, es más difícil que guardar las apariencias en una cuenta de Instagram.
Muchos volvieron al pueblo, mientras otros aguantaron. Hemos sido demasiados los que perdimos abuelos, padres, hermanos, amigos, pero hay los que todavía piensan y publican en sus redes sociales que el virus es una trampa y que no existe. Dicen que los políticos mienten, que los científicos mienten, que la prensa miente, que las farmacéuticas mienten, que los enfermeros mienten, que las ambulancias mienten, que los cadáveres en bolsas negras mienten, que el llanto miente, que todos en este planeta mienten menos un video de ocho minutos y veintitrés segundos que recibieron por WhatsApp. Están también, y qué suerte que estén, los que entendieron eso de cuidarse para cuidar a los demás. Los abuelos que conocen a sus nietos a dos metros de distancia. Las graduaciones desde casa. La navidad resumida en una videollamada. Los que regalan mascarillas a las personas que duermen en las calles. Los que las usan y sonríen con los ojos.
Están los que aprendieron a usar los codos para darnos abrazos amputados de largo alcance. Los de la nefasta borrachera en el parque y las fiestas clandestinas. Las chicas que insultan en el metro de Madrid frente a una cámara. Las estaciones perdidas. El otoño que no llegó. Los que, sumergidos entre tweets posapocalípticos, olvidaron que en enero Irán y Estados Unidos casi nos llevan a una guerra mundial, que Australia estuvo en llamas y que Kobe Bryant se estrelló en un helicóptero. Hubo quienes en invierno hicieron de lo pandémico lo cotidiano, y se la pasaron en bares con aforo reducido conversando de cuarentenas y estornudos, de desescalada, de curvas de contagios, de Trump y de la nueva, la segunda y la tercera ola. Diferenciaron mascarillas como si fueran frutas en el supermercado: las higiénicas de las quirúrgicas y las autofiltrantes de las que no sirven para nada.
En primavera Maradona se fue y lo despedimos con las manos de D10S pegajosas de tanto gel hidroalcohólico. Los estadios vacíos, eso sí, pero las playas llenas y los mercados de Lima reventando, eso también. Para la entrada del verano ya no había sitio para dudas: resulta que lo importante había sido siempre lo menos importante. Es decir, lo normal, lo que dábamos por sentado y merecido. Vernos, esa cosa tan simple, y bailar y abrazarnos y besarnos y jugar al fútbol y que una fiebre no sea más que una fiebre. Y que podamos hacer planes. Lo hemos extrañado todo en este año inolvidable. Algunos dirán que volveremos más sabios. Otros que nada habrá cambiado. Lo que parece cierto es que en 2021 tendremos la oportunidad de reiniciar la máquina y hacer las cosas de una manera diferente. Mutar. Mejorar. Para que nadie se haya ido en vano. Para que tanto dolor valga la pena. Para nosotros, también, valer la pena.