Perú: la marcha infinita
El Perú es más que su comida. Es el ruido atronador de los cláxones en las avenidas, el niño que se acerca en los semáforos para pedir dinero y es responder a las buenas intenciones con sarcasmo. El Perú es más que el ceviche que venden en los restaurantes de Madrid a diez, quince o veinticinco euros. Es el carro que no da paso al peatón, es el peatón que espera y se resigna, acostumbrado, y es también el bus, la combi y el taxi que se salta todas las normas de tránsito. Es la jornada laboral de doce horas, la palabra “cholo” como insulto, el sacrificio, la proeza de salir adelante en un sistema históricamente corrupto. Perú es más que Machu Picchu. Mucho más que el pisco sour, Chabuca Granda y ciento noventa y nueve años de independencia. Es el sujeto nervioso y enloquecido que una noche me apuntó con una pistola para robarme el celular, las mujeres que tienen miedo de salir solas, los hombres que niegan la violencia de género y que después se dan palmaditas en la espalda por mirarle el culo a una chica que camina.
Perú es más que un #paisdevioladores. Más que el gol de Paolo Guerrero contra Colombia, que las fiestas patronales, las ollas comunes y las novelas de Mario Vargas Llosa. Es mi amigo gay que en Lima no puede besar tranquilo. Es Manuel Merino. Es Inti Sotelo. Es Bryan Pintado. Es hacer del cinismo el deporte nacional. Las cámaras de vigilancia que no funcionan. Los autos con barras de seguridad en el volante para que no se los roben. Es la educación pública por los suelos y las cuotas de los colegios privados por los aires. El abandono. Las colas en los hospitales, los médicos que no duermen pero que se las arreglan con lo que tienen, los malos policías que asesinan jóvenes, los policías que arriesgan la vida por un sueldo miserable. Los delincuentes que ganan elecciones.
El Perú es el peruano que te desprecia por tu manera de hablar, de vestir, por tus decisiones personales, tu peso, tu estatura, por tu origen y tu orientación sexual. El que, avergonzado, miente y dice que no habla quechua, y también el que dona sangre sin publicarlo en Instagram. La persona que se fija en todo sin conocerte de nada, el que celebra que clasificamos al mundial, pero que calla y se esconde cuando quieren tomar por asalto la democracia. Es ese padre de familia que entona una canción criolla, bien fuerte, bien borracho, y que antes de acostarse masacra a golpes a su esposa. Es la esposa que no denuncia. El periodista que se acomoda. La madre que multiplica los platos de comida. Los chicos que adoptan perritos de la calle. La familia que lo deja todo para empezar de cero en otro continente. La falta de oportunidades. La violencia que explota en un partido de fútbol. La frase “uno es pobre porque quiere”. La frase “hombre es hombre”. La frase “el ingreso a esta discoteca es solo con invitación”. El Perú es más que mil 285 millones de kilómetros cuadrados, más que el arroz chaufa o una bandera que se iza todos los 28 de julio por obligación y multa. Es una constitución política que nadie lee. Los líderes indígenas asesinados y que en la televisión un programa cómico se burle de ti y de tu pobre educación sin que te des cuenta.
El Perú es una marcha infinita que se expande. Un puño apretado que golpea y hace que las piezas de ajedrez se tambaleen. Es el país que solo jode y duele cuando lo quieres de verdad. Una generación que reacciona mientras otra generación la acusa. Ahogarnos, cansarnos del sistema, buscar salidas a este constante vértigo de jaque mate. Dar más. Exigir más a los gobernantes. Declararle la guerra a nuestra normalidad, esa de edificios de lunas en San Isidro, pero también de casas que todos los veranos se diluyen con las lluvias y la crecida de los ríos, de peruanos que se congelan en la sierra y niños que nacen sin oportunidades, sentenciados desde el punto de partida. Es entender que no importa que nuestra comida sea más rica, mientras no haya comida para todos. Que otra realidad es posible. Que ser rebelde en el Perú significa hacer las cosas bien. Y que es urgente, necesario, empezar por algo, por pequeño que parezca, y ya no detenerse más.