Los abrazos extranjeros
Hay dos abrazos que recuerdo más. El primero ocurrió en casa, aquí en Argüelles, y fue un abrazo tan feliz como accidentado, de esos que te pueden llevar a tropezar con la silla. Fue en febrero y la empresa donde hacías tus prácticas te ofreció un contrato de trabajo. Te dije lo orgulloso que estaba de ti, aunque eso ya lo sabías. Estábamos tan contentos. Así que llamamos a nuestras familias en Lima para contarles y a nuestros amigos en Madrid para salir y celebrar. Esa noche, mientras llegaban los vermús y las cervezas, por primera vez en año y medio viviendo en España tuvimos una idea más clara de nuestro futuro aquí. Nos animamos a hacer planes juntos.
El segundo abrazo fue en el aeropuerto de Barajas. Fue triste y nos lo dimos en abril. Un avión te llevó a Lima esa madrugada. Los abogados te habían explicado que debías estar fuera de España mientras aprobaban tu visa de trabajo. Eso y que el trámite podía durar hasta tres meses. “Volverás y todavía será primavera”, te decía cuando nos poníamos tristes. Te daba ánimos en esos días. Te repetía frases que yo también necesitaba creer. “Serán unas semanas lejos, nada más”. “Un papel no puede tardar tanto”. “Hoy con la tecnología todo es más rápido”. Mientras tú mirabas cada cosa con pena: el café de la esquina, el bar de enfrente lleno de viejitos que ven el fútbol, las puertas del metro, nuestros peluches sobre la cama destendida, mi pelo revuelto al despertar. Mirabas Madrid como si supieras que Madrid sin ti no sería lo mismo. Así que en ese segundo y último abrazo nos pusimos a llorar como unos tontos. Un avión te llevó a Lima esa madrugada y desde entonces no ha habido otro avión que te traiga de vuelta. Ni siquiera una respuesta sobre tu visa de trabajo. Cuatro meses después, y con cientos de videollamadas encima, seguimos esperando el próximo abrazo.