La tragedia de los (políticos) comunes
Por Claudia Alvarado Arbildo, alumna de Economía de la Universidad del Pacífico
El 2020, sin lugar a duda, quedará marcado en la memoria de todos los peruanos como el año con mayor inestabilidad, en todo el sentido de la palabra. No solo fuimos golpeados por la peor crisis sanitaria y económica de nuestra historia, sino que se dio fin -o al menos un intento- a la etapa democrática más duradera de nuestro país. Fuimos testigos de una transición autoritaria -como la llamó Alberto Vergara- dirigida por un grupo de intrascendentes políticos que estaban dispuestos a comprometer el futuro del país para mantener un sistema político marcado por componendas y corrupción.
Pese a que este asalto a la democracia sirvió como catalizador de la necesaria participación política de una generación entera -denominada Generación del Bicentenario por la socióloga Noelia Chávez-, a portas del bicentenario, es pertinente reflexionar sobre la dinámica política que permite que agrupaciones carentes de representatividad alcancen el poder.
En tal sentido, es importante comprender que el problema de representación no es una novedad, pero determinar cómo se inició no es una tarea simple. En efecto, la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política, en su diagnóstico del funcionamiento de la política peruana, encontró que, en la década de 1980, el Perú tenía un sistema de partidos que, si bien se encontraba en formación, era mucho más representativo e institucionalizado que el actual: el desarrollo de una carrera política dentro de un partido era fomentado por su lanzamiento como candidatos; las campañas se desarrollaban en base al trabajo voluntario de los militantes y simpatizantes; y, en general, las bancadas estaban conformadas sobre la base de verdaderos colectivos. Lynch (1992), no obstante, resaltó que, ya en ese entonces, uno de los problemas fundamentales consistía en la falta de identificación de la población y, sobre todo de sus sectores populares más organizados -conformados principalmente por obreros-, con el régimen político.
Así pues, como señala Tanaka (1995), la crisis política y la dictadura de Alberto Fujimori, de acuerdo con Henry Pease, tendrían sus orígenes en la exclusión o subordinación de estos movimientos sociales que se vieron progresivamente debilitados en la década de 1980 por una modernización trunca, por la descomposición social y por la lógica de la fragmentación. En tal proceso, el Perú perdió el incipiente sistema de grandes bloques partidarios ideológicos (Tanaka, 2017). Más aún, la fragmentación de la representación política, encuentran Aldo Panfichi y Juan Dolores (2014), fue alentada por la expansión de la antipolítica en la década de 1990, además de la promulgación, durante el régimen de Fujimori, de reglas electorales que facilitaban en extremo la participación de grupos de toda índole en las disputas electorales.
Es en este contexto en el que se introduce el formato de sistema de partidos que rige hasta la actualidad. Como menciona Tuesta (1995), desde sus inicios se conformó como un sistema multipartidista moderado, pero, por las características de sus componentes, de cierta precariedad. De hecho, como documentan Steven Levitsky y Mauricio Zavaleta (2019), las asociaciones civiles se encontraban seriamente debilitadas y, si bien los partidos políticos predominantes en la década de 1980 retornaron en el 2001, perdieron relevancia al poco tiempo.
Esta breve revisión hace evidente que la crisis de representación tiene años en formación y su naturaleza en términos generales, parece no haber variado: el sistema político peruano, por un lado, es muy abierto y desordenado (Tanaka, 2017); y, por otro lado, la población no logra identificarse con los representantes que participan de tal sistema. Debemos reconocer que, como mencionan Panfichi y Dolores (2019), estas dos dimensiones complementarias de la crisis han ocasionado, por un lado, que se genere y afiance una percepción de insatisfacción de los ciudadanos por cómo son representados; y, por otro lado, un rechazo explícito a los mecanismos de representación democrática. Estos ejes, por ende, serían los fundamentos para poder explicar la cuestión primordial que nos llevó a la reciente crisis: ¿por qué estamos tan mal representados?
Por el lado del comportamiento respecto a los mecanismos de representación, se debe precisar que, como consecuencia de esta apertura introducida por el cambio de diseño electoral en la década de 1990, el sistema político peruano no tiene organizaciones sostenibles en el tiempo, no tiene un fin político ni partidario. Steven Levitsky y Mauricio Zavaleta, en su libro ¿Por qué no hay partidos políticos en el Perú?, desarrollan una teoría sobre este fenómeno. Se trataría de, entre otras cosas, una situación en la que el mal diseño electoral que no regula un proceso ordenado y estructura de sus reglas no incentiva la formación de partidos políticos estructurados con bases y militancias. “El caso peruano sugiere que la democracia y la competencia electoral por sí solas no generan suficientes incentivos para la formación de partidos” indican. Entonces, efectivamente existe un mecanismo que, si bien se encuentra dentro del paradigma de la representación liberal y partidaria (Panfichi y Dolores, 2019), permite a los políticos ganar elecciones sin partidos ni fundamentos. Conforme con esta tesis, de hecho, Tanaka (2017) también resalta: “Los partidos políticos peruanos se ajustan a la definición «mínima» de Giovanni Sartori, de su libro Partidos y sistemas de partidos (1976), según la cual son apenas organizaciones que presentan candidatos en elecciones”.
Sumando a ello, Levitsky y Zavaleta argumentan que la clase política carece de recursos para crear organizaciones partidarias. “En la sociedad peruana existen pocos asuntos que dividan a los ciudadanos de manera categórica y que puedan ser politizados por emprendedores políticos”, precisan. Como se mencionó previamente, desde la década de 1980, hubo un continuo proceso de debilitamiento de movimientos sociales, que se vio reforzado tras los conflictos armados internos de los noventa. De hecho, como resultado de los conflictos, en la sociedad peruana se desarrolló un estigma hacia los movimientos sociales relevantes, se formaron posturas “tibias” y, consistente con lo indicado por los autores, los ciudadanos se desentendieron de la participación política.
Así pues, tales características reforzaban un sistema que incentiva -contrario al ideal de cualquier sistema político sólido- la formación de partidos políticos y movimientos independientes que apuestan por el outsider de turno. Como caracteriza Tanaka (2017), la mayoría de estos actores “políticos” aparece para una elección y desaparece para la siguiente, mientras que los que se mantienen lo hacen por mantener un registro ante las autoridades electorales y la capacidad de establecer alianzas que los favorezcan en próximas elecciones. En tal sentido, la analogía hecha por Alberto Vergara (2019) mantiene su relevancia pues la política ha adoptado un esquema en que los candidatos, como ambulantes, rebuscan un sitio para las próximas elecciones.
Más aún, esta política sin lealtades partidarias ni vínculos efectivos entre candidatos, partidos y sociedad, como señala Vergara (2020), se ha visto reforzada por los altos niveles de corrupción. El escándalo de Odebrecht es solo uno de los tantos casos de corrupción arraigados en virtualmente todas las instituciones y movimientos políticos. Tan es así que, en el Congreso anterior, se presentó un proyecto de ley para evitar que los partidos políticos sean juzgados como organizaciones criminales. Irónicamente, este proyecto fue presentado por una de las bancadas cuyo líder estaba acusado de actos de corrupción durante su periodo de gobierno (2006 – 2011) y, en su momento, fue respaldado por todas las bancadas. Entonces, la dinámica de los políticos como ambulantes se convierte más bien en aquella que funciona en el emporio de Gamarra: así como los ambulantes pagan una coima para mantener sus puestos informales, los dueños de inscripciones electorales reciben “aportes” y subastan los puestos en sus listas para el Congreso (Vergara, 2020).
Ahora bien, por el lado de la percepción de la ciudadanía, muchas veces se argumentó que la representación política era un reflejo del carácter de la población. Sin embargo, las recientes marchas han hecho evidente el sentimiento de rechazo hacia el mencionado sistema de transfuguismo que ha ignorado por años las legítimas demandas del pueblo, que se materializó en carteles y cánticos con el discurso de “este Congreso/este gobierno no me representa”. Evidentemente, la responsabilidad absoluta de que los ciudadanos no se sientan representados es de este sistema construido de y para unos pocos. La “variedad” de organizaciones políticas que presentan candidatos en todo el país resultan en congresos fragmentados con bancadas desarticuladas y “líderes” políticos sin partidos (Tanaka, 2020), lo que finalmente deja al elector sin verdaderas opciones de representantes: se elige al “mal menor”.
Sobre esto, Vergara (2019) comenta que la volatilidad observada en cada una de las elecciones desde que se inició este periodo democrático se puede explicar por esta búsqueda de mejores representantes: “Es, en realidad, ante la decepción que siente por cada uno de los políticos por quienes ha votado, que no le queda otra que seguir rotando entre distintos líderes con la esperanza de dar, finalmente, con el bueno”, recalca. En cada elección, por ende, los oportunistas políticos buscan algún partido que les permita alcanzar el poder y, con el fin de convencer a la ciudadanía, hace promesas populistas irrealizables pero que -con las serias deficiencias en temas de salud, seguridad, educación, entre otros- esperanzan a la población y los embarcan hacia una nueva decepción.
En consecuencia, el sistema de representación política se ha desnaturalizado: es una representación de un sistema basado en desigualdades que por décadas ha permitido que unos pocos dirijan, a su beneficio, la política. Aquellos que tienen los medios económicos deciden participar en la carrera debido a que buscan acumular aún más poder. No se forman verdaderas iniciativas de gobernabilidad, sino que las propuestas cada periodo se acomodan a todo aquello que brinde a los políticos mayor popularidad y, una vez en el poder, se centran en individualidades en vez del beneficio de la sociedad.
Para finalizar, me gustaría explicar brevemente la razón del título. En 1968, el biólogo y ecologista Garrett Hardin describió la tragedia de los comunes como aquella situación en la que varios individuos racionales, motivados por maximizar su utilidad, terminan por destruir un recurso compartido escaso, aunque a ninguno de ellos, ya sea como individuos o en conjunto, les convenga que tal destrucción suceda. Ello ocurre como consecuencia de que ni se internalizan los costos y beneficios de destruir el recurso común ni se tiene incentivos para utilizar el recurso escaso adecuadamente. La semejanza con el sistema político peruano me sorprendió. Los actores políticos, motivados únicamente por intereses personales, están destruyendo la democracia. No comprenden -o, precisamente, ignoran- que dañan continuamente a la sociedad en su conjunto, y no tienen incentivos para dejar de hacerlo pues nunca han rendido cuentas ante la ciudadanía.
En relación con ello, Alberto Vergara, en su epílogo Ni amnésicos ni irracionales … ni bien representados, afirmó que “los peruanos nos hemos acostumbrado a que cualquier cosa pueda ocurrir en nuestra política, y podríamos apostar que el futuro seguirá siendo generoso en materia de sorpresas electorales”. Y, en efecto, los peruanos nos hemos vuelto sobrevivientes de una clase política a la que poco le importa la necesidad de mejora en infraestructura, en salud, en seguridad, en educación y, en general, en el bienestar de la ciudadanía. Sin embargo, me gustaría pensar que este terrible hábito está llegando a su fin. Las marchas nacionales han demostrado que sí se puede construir un discurso que permita identificar a toda la población y, en consecuencia, espero que efectivamente tengamos una ciudadanía más vigilante ante el accionar de los políticos. Si bien las perspectivas hacia el bicentenario no son las ideales -pues no se implementó la reforma política como fue diseñado por la respectiva Comisión y 24 “partidos“ políticos finalmente participarán-, el pueblo ha recuperado su capacidad de acción. En tal sentido, no se debe ni puede olvidar lo ocurrido este año ni todo lo que llevó a tal desenlace -y que brevemente he intentado presentar- pues un país que no recuerda su historia está condenado a repetirla. No podemos dejar que la tragedia de los políticos comunes se lleve a cabo.