La naturaleza del desastre
Durante más de quince años, desde que lo conocí, había sido un simple hilo de agua; un arroyo pequeño que discurría manso por el borde del barrio humilde en el que vivía mi amigo Oscar y que, tras pasar por debajo de un puente, desembocaba en un canal de descarga de la Usina ubicada unas dos cuadras abajo. Al lado del puente estaba la casa de Juan, otro amigo de la infancia. Era una casa de piedra, con muros anchos, enorme, firme, una de las más bonitas del barrio, que contrastaba llamativamente con la precariedad de las casas vecinas. El pequeño arroyo continuaba su recorrido por los extremos de su jardín, y servía de inspiración al padre de Juan, un pintor reconocido de la pequeña ciudad en la que vivíamos, que lo utilizaba como tema recurrente en muchos de sus cuadros. Durante mi infancia repartía algunas tardes entre la casa de Oscar y Juan. La primera tenía cortinas en lugar de puertas y pisos de tierra combinados con partes de cemento. Sus padres, con mucho esfuerzo, levantaron parcialmente la casa en uno de los terrenos libres de ese barrio, que, por su cercanía a los hornos de ladrillos y de cal, lo bautizaron El Cenizal . Con Oscar solíamos caminar por el cauce del río y cruzar por debajo del puente hasta llegar a la casa de Juan para jugar con él en su jardín. En esas visitas, la imagen del padre pintando a la orilla del arroyo, era una postal que se repetía cada tarde. Fue muchos años después, cuando cursaba mi tercer año de carrera universitaria, que escuché por primera vez el concepto de tiempo de recurrencia de un evento, esta idea que describe la periodicidad con la que un fenómeno, un suceso, un accidente, se repite en el tiempo. Lo desconocíamos en aquel momento con mis amigos, lo desconocían los padres de ellos, sus vecinos y, aparentemente, también las autoridades del gobierno de la ciudad. Pueden ser en 10, 20, 50 años o más, pero inexorablemente, los desastres se repiten. La falta de información, la escasa sensibilización sobre el peligro que implica vivir en zonas de riesgo, la subestimación de los posibles problemas, son explicaciones que suelen llegar tarde, cuando el desastre ocurre. La primera señal fue la basura que repentinamente empezó a ser transportada por el arroyo. Le siguió el barro que oscureció el agua transparente y, a los pocos segundos, el ruido inesperado y el desastre. El torrente de agua apenas dio tiempo a que las familias de El Cenizal salieran espantadas hacia la parte alta del barrio. La hilera de casas que bordeaba el río fue arrasada y, con ello, el futuro de más de 20 familias. Unos metros mas allá, cruzando la calle, la casa de Juan, con sus muros de piedra, anchos, firmes, no pudo resistir el feroz avance de la corriente que la partió en dos y se llevó consigo al padre de Juan, que, como todas las tardes, había estado pintando y sin poder reaccionar a tiempo, murió ahogado a pesar de los intentos de sus vecinos por salvarlo. Dramas como este y mayores aún, se repiten en decenas de ciudades de América Latina y el Caribe. Se estima que entre 2015 y 2017 casi 22 millones de personas fueron afectadas por inundaciones y tormentas, que causaron más de 3.500 muertes. A estas cifras se deben adicionar las afectaciones y muertes causadas por otro tipo de eventos, como terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, deslizamientos, entre otros. Sin embargo, el mayor problema no es el evento catastrófico en sí, sino la imprudencia, el desconocimiento, la desesperación, entre muchos factores, que mueven a las personas a asentarse en zonas de alta vulnerabilidad frente a estos fenómenos y la ausencia de políticas para evitar o mitigar las consecuencias que ello trae aparejado. La construcción social del riesgo es una necesidad imperiosa en las ciudades de nuestra región. Si las familias de El Cenizal, o la familia de Juan, hubiesen sido beneficiarios de acciones que respondieran a una estrategia de gestión integral de riesgo, probablemente los daños y las pérdidas hubiesen sido menores o, tal vez nulas. Pero, ¿quién debe planificar e implementar esta estrategia? ¿Qué elementos necesariamente debería contemplar? ¿Qué rol deben jugar los diferentes actores involucrados? ¿Cómo asegurar la continuidad de su implementación en el tiempo? Estas son algunas de las preguntas que buscamos responder en la publicación “Enfrentar el riesgo: nuevas prácticas de resiliencia urbana en América Latina”, que desde CAF presentamos en el marco de la iniciativa Ciudades con Futuro. Con este trabajo, realizado en alianza con el Observatorio para América Latina de The New School, pretendemos aportar ideas y experiencias que permitan sensibilizar a los actores involucrados en la formulación e implementación de políticas urbanas, sobre la importancia de desarrollar una estrategia de gestión integral de riesgos de desastre. Los casos presentados abordan este desafío desde múltiples aspectos y cada uno de ellos aporta lecciones aprendidas que pueden ser consideradas en el diseño de planes y políticas para construir ciudades más resilientes. Publicaciones como la que presentamos, continúan siendo necesarias. Volví después de muchos años de sucedida aquella tragedia al lugar donde vivían mis amigos. Con una mezcla de sorpresa y resignación, comprobé que la casa de Juan estaba prácticamente reparada y que ellos vivían aún ahí. A unos pocos metros, en El Cenizal, un número mayor de casas de las que existían en aquel tiempo se amontonaban en los terrenos previamente arrasados por la creciente. El pequeño arroyo, engañosamente inofensivo, continúa bordeando las casas, esperando con paciencia recargarse nuevamente de energía.