¿Cuánto vale la confianza?
Conforme a un estudio realizado por la ONG Latinobarómetro (http://www.latinobarometro.org/lat.jsp), el Perú es uno de los países en el mundo con los mayores niveles de desconfianza interpersonal (http://elcomercio.pe/movil/mundo/actualidad/brasil-peru-paraguay-son-paises-mas-desconfiados-region-noticia-738910); solo el 14% tiene confianza en el prójimo. Según este mismo estudio el nivel de confianza del peruano promedio en sus instituciones también es bajísimo. La única institución que se salva con un meritorio 68% de credibilidad es la Iglesia Católica.
Si bien este estudio se sustenta en un análisis para el periodo 1995 – 2010, no me atrevería a afirmar que cinco años después esta situación se haya revertido. Es más, quizás estemos peor. Como sea, quedaría claro que los peruanos no confiamos en los peruanos.
Este problema cultural se puso de manifiesto cuando se estaba negociando el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y el Perú, pues esta “tara” de los peruanos impedía cerrar satisfactoriamente algunos temas relacionados con el Capítulo de Facilitación del Comercio, que exigían que la Aduana peruana confiara un poco más en los operadores de comercio exterior. Se produjo un inevitable “choque cultural”, pues era evidente que el nivel de confianza que el gobierno americano estaba acostumbrado a depositar en sus conciudadanos era bastante más alto que las pequeñas dosis de confianza imperantes en nuestro país.
Entonces, si es evidente que en el Perú las autoridades no confían mucho en los particulares y que los particulares tampoco confían mucho en sus autoridades, podríamos afirmar que la confianza constituye una suerte de “bien escaso” y como escaso que es, debiera -siguiendo elementales reglas económicas y en base a un poco de sentido común- tener un “valor apreciable”, “bastante apreciable” podríamos decir.
En base a esta premisa, ¿cómo deberíamos tratar a alguien que genera niveles altos de confianza? La respuesta natural sería “como a un rey”. Por lo menos, y para no exagerar, de una manera bastante más preferente de lo que se trata al común de los mortales (que no generan confianza o, por lo menos, no la suficiente).
Hace poco se desarrolló un interesante evento con el auspicio de Promperú en el que la Aduana incidía en la importancia de contar con la certificación de Operador Económico Autorizado (OEA). Un OEA es un operador de comercio exterior que genera confianza para la autoridad aduanera, pues ha demostrado contar con altos niveles de seguridad en cuanto al desarrollo de sus operaciones. Así, en base a esta confianza, al OEA le corresponden beneficios relacionados con el otorgamiento de facilidades en cuanto al control y simplificación aduaneros.
De momento, solo 21 empresas (entre agencias de aduana, almacenes aduaneros y exportadores) han obtenido esta importante certificación. ¿Es que acaso, solo existen 21 empresas confiables en el país? Pues evidentemente, no.
Entonces, ¿por qué, luego de varios años de la puesta en marcha del programa OEA solo han certificado un número tan pequeño de empresas? Quizás sea porque los beneficios de optar por la certificación aún no quedan muy claros, lo cual originaría que el proceso de implementación (estructurado sobre la base de sendos y diversos requisitos) sea visto todavía como un costo antes que como una inversión. Y ahí, creemos, está “la madre del cordero”.
Los beneficios para alguien que genere confianza (sobretodo teniendo en consideración el contexto cultural en el que nos encontramos) no deberían ser “tibios” sino muy claros y contundentes. Debe sentirse realmente que la inversión en la certificación OEA vale la pena. A estos efectos, nos preguntaríamos ¿cuánto vale la confianza? La respuesta a esta pregunta pareciera cobrar singular importancia ahora que se piensa lanzar el “OEA importador”.