El Perú guarda riqueza inconmensurable enterrada en sus entrañas. Puesta en valor y aprovechada correctamente, la dotación mineral del país tiene el potencial de sacar a millones de peruanos de la pobreza, dinamizar la producción nacional a niveles asiáticos, financiar los servicios públicos básicos y, de paso, diversificar la economía con los excedentes. Además, a diferencia del pasado, la gran minería moderna de hoy es compatible con la preservación del medio ambiente, el uso responsable del agua y con el respeto por la agricultura y las formas de vida tradicionales de los lugares donde opera. A pesar de todo ello, el Perú parece incapaz de aprovechar su recurso natural más valioso. El país lleva décadas en un entrampamiento que enfrenta, de un lado, a comunidades escépticas de la inocuidad y los beneficios de la minería, y, del otro, a empresas que no logran ejecutar sus proyectos más emblemáticos. Y, en el medio, un Estado ausente, del que no se ha oído en zonas rurales cuando se trata de caminos, agua, educación o salud, que no se ha ganado la confianza de su población, y que se hace presente solo cuando el conflicto entre ambas partes ha estallado. Han sido sin duda muchos los errores que nos han llevado hasta aquí, y cada proyecto frustrado o por frustrarse tiene su propia senda de desencuentros. Pero la recurrencia de estos eventos habla de un sistema de inversión minera disfuncional, y viene siendo tiempo de que así lo reconozcamos. Lo que el país requiere es un nuevo contrato social minero. Si la responsabilidad del actual atollo es compartida, la estrategia de solución también debe serlo. Desde el lado de las empresas hay mucho por hacer. La ausencia del Estado no se va a solucionar en el corto plazo, por lo que dependerá de ellas mismas ganarse la confianza de la población y evitar así que discursos radicales calen entre expectativas insatisfechas.